La agitación política no para en el país. Constituye una especie de cascada. Es capaz de arrastrar los ánimos y de ahondar “luchas intestinas”, mucho más cuando estamos en la antesala de la campaña electoral.
La manifiesta politización de la inseguridad puso de manifiesto la intentona golpista. Sus protagonistas volverán a auparla. No les faltarán pretextos.
La agitación política tiene ahora otro elemento: la nulidad procesal del juicio seguido en contra del exvicepresidente Jorge Glas en el caso Singue.
Estrictamente en derecho eso no significa su inocencia, pero sus seguidores así lo interpretan. A la par, quienes por años han esperado la recuperación de los recursos públicos robados se sienten defraudados.
Dicha nulidad despeja el camino para el tan ansiado propósito de Glas y su movimiento político: conseguir la prelibertad argumentando el recurso de unificación de penas. De darse, será otro “zafarrancho” para la agitación.
La Asamblea Nacional nunca pudo quedar más expuesta a la crítica ciudadana al suspender, por un mes, al legislador Fernando Villavicencio, presidente de la Comisión de Fiscalización, a quien incluso pretendió retirarle la inmunidad parlamentaria.
Cuánto dieran ciertos sectores políticos por sacarse de encima a ese asambleísta. Y si por sus denuncias se agitan sus adversarios, está entero conocer el desenlace de lo revelado por el exgerente de Petroecuador, Carlos Pareja, detenido desde hace seis años; o el relacionado con el proceso seguido en Estados Unidos a Nilsen Arias, pieza clave de los negociados con el petróleo ecuatoriano.
Deseable sería si la agitación política sirviera para descubrir la verdad; para no tapar la corrupción -sobre todo la petrolera-, para investigar la intromisión de la narcopolítica; para escudriñar la turbiedad enquistada en ciertas instancias de la administración de Justicia; para no pretender tomarse los organismos de control del Estado mediante pactos abominables.
Pero esos no son los objetivos. Y en esos objetivos el país no cuenta.