La Ley de Comunicación, reformada por segunda ocasión, está vigente tras superar un durísimo escollo urdido por sus proponentes originales, no necesariamente para garantizar la libertad de expresión, sino para coartarla, para perseguir a periodistas, a los medios de comunicación independientes; para castigar la opinión ajena, para amoldarla a sus protervos intereses, como ocurrió durante varios años.
El proyecto de reformas enviado por el actual Gobierno pasó meses fermentándose en la Asamblea Nacional. Una vez rescatado, fue discutido junto a otras propuestas hechas por varios sectores políticos no siempre o casi nunca partidarios de una verdadera libertad de prensa.
Nació entonces una Ley cuya vigencia hubiera puesto al Ecuador entre los países más retardatarios en el campo de las libertades. Por citar un ejemplo: el Estado –léase el Gobierno de turno- pasaba a ser juez de la verdad, amén de las penalidades, y hasta de convertir a los periodistas en sujetos proclives a ser vilipendiados en la Defensoría del Pueblo.
El veto parcial del Ejecutivo, el pronunciamiento de la Corte Constitucional en franco contrapunto con las nefastas propuestas, más el no allanamiento del Legislativo a la decisión presidencial, permitió la vigencia de la nueva Ley.
Un gran paso, sin duda. El simbólico acto del Presidente Guillermo Lasso: echar al tacho de la basura la ley mordaza, implica un cierto alivio.
Los intentos por sojuzgar el trabajo periodístico, de castigar la opinión ajena, no pararán, máxime si los abanderados de esas causas retardatarias no dan tregua por retomar el poder.
La Ley debe seguir siendo debatida, analizada, mucho ahora por la prevalencia de las nuevas plataformas tecnológicas de información.
Además, como se ha dicho con razón, aún quedan rezagos de la mordaza aprobada en 2013 por un Gobierno con ropaje democrático.
Ojalá el candado constitucional puesto para blindar a futuro la libertad de expresión no sea violado. Nadie lo permitirá.