La magia en el gramado
El fútbol atrapa la alegría popular. Contiene el gemido de la hinchada predispuesta a romper la armonía dominical, y la furia de los pies derritiéndose por el efímero éxito.
El fútbol lo conforman actores (jugadores), directores y directivos, extras y desde luego fanáticos que enloquecen con la singularidad del juego. La pelota como elemento para alcanzar la perfección es diafragma que peligra constantemente ante el estallido en las redes; simuladas telarañas que reposan en el arco y el tapete verde. Hay una confabulación generalizada para el grito colectivo como acto irreverente, como ansiedad de gloria, como espléndida sinfonía de gol.
Los niños (y ahora también las niñas) duermen con el balón, susurran el pase perfecto, sueñan con estadios repletos, compran guantes de guardameta, elaboran arcos ficticios con las prendas de los uniformes escolares. Los jóvenes apuestan el honor, muestran con orgullo pletórico la camiseta de su equipo, sudan con furia la obtención de un resultado favorable.
El fútbol es un rompecabezas que no requiere únicamente de teoría pura, ya que el aparecimiento de genios del balón desbarata cualquier intento técnico previo, ante la demostración pragmática de las habilidades suficientes para el deleite de la fanaticada que hierve -a veces de manera literal- en los graderíos. El jugador(a) es un guerrero que se enfrenta sin clemencia con el rival, contando con las armas de la precisión, sagacidad y encanto.
El fútbol es el efecto de lo inesperado y lo inverosímil. Las estrategias son meras conjeturas que pueden diferir ostensiblemente de la realidad con la pelota. Es el crack quien delimita el camino a la victoria, es el portero quien detiene la ruta de los ojos encendidos al cielo.
El fútbol es magia. Y la magia es literatura. Por tanto, su relación es cercana a través de autores y de una poética propia.