Despachados. La esperanza desvanecida en gargantas mudas ante la eliminación. No soy experto ni mucho menos, pues diría más bien que total ignorante del bello y más popular deporte al punto que un buen amigo, orgulloso me mostró su foto abrazando un afroamericano y me dijo vanidoso de hombre a ultranza, mira con quien estoy. Traté de adivinar diciéndolo que sin duda era algún artista de cine de las últimas series y con cara de pocas pulgas me espetó en el rostro: con Antonio Valencia pues caray. “Ingnorantito” soy, lo reconozco, pero los partidos jugados por la tri, mostraban buen equipo y sin complejos, que se quedó. Volverse viejo, de las pocas cosas maravillosas que tiene este estado de vida, es que recuerdos simples y gratos nos visitan insistentemente y nos place contarlos, aunque, en la mayoría de veces, a los jóvenes no les interesa un rábano. Muy niño y llevado de la mano del zapatero y sus hijos que eran “criados de la casa de los abuelos” ingresaba al estadio de la ciudad, que apenas era un cercado de maderas y graderíos de tabla. Como padre e hijos del zapatero fueron de la jorga de atorrantes del Vado, escuché las más floridas palabras, irrepetibles aquí, pero tan precisas para muchos de la sociedad y política actuales, claro está. Muy chico me levantaban en hombros y fui más de una vez bandera de la barra brava, cosa que mis padres ni lo sospechaban y yo con la complicidad del caso, nunca avisé. Veía jugar equipos llamados juvenil y cruz del vado, donde trompadas e insultos a la madre del Sr arbitro, eran numerosas. Luego el furor. Deportivo Cuenca, creado por personajes inolvidables, lo levantaron al punto de ser finalista de campeonatos nacionales. Entonces todos los hombres de la familia, padre y tíos, madrugábamos para ver jugar a nuestro formidable equipo donde el tano Licciardi, negrito Tenorio, La Terza, el caldo de huevos, Jaramillo y otros que se me escapan por mi cruel ignorancia, fueron ídolos de la ciudad, incluso recibiendo honores y amores de lindas chicas de la sociedad, obnubiladas por esos mocasines. Era fiesta todos los domingos. Siempre en el mismo lugar de graderíos y con los mismos vecinos y gratos amigos alrededor y cada familia llevaba café, bocaditos, canelazos, cervezas, tamales, chumales, que se compartían generosamente. Asientos vistosos y policromos, muelle para posaderas, con un pequeño respaldo, fueron artesanías obligadas y cada hincha con uno bajo el brazo con su nombre escrito en esparadrapo para evitar pérdidas. Las chanzas a los jugadores, los insultos más ocurridos contra el árbitro ladrón y su respetable madre, eran puntillazos de fino humor. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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