La muerte y el duelo son temas sobre los que usualmente evitamos hablar. Nos refugiamos en cualquier distracción con tal de no sentir esas oleadas de malestar que nos anegan. Es como si desarrolláramos una alergia a la muerte que, cuando la mencionamos, nos escoce el pellejo. Hasta que toca a la puerta y no nos queda otra que invitarla a pasar. Por más que duela. Por más que hiera. Tarde o temprano será inevitable mirarle a los ojos. Sobre todo, cuando viene a llevarse, a hurtadillas, a nuestros seres queridos. Aquellos que nos habitan la piel y la voz y los ademanes. Cuyos recuerdos deambulan por nuestra savia roja, espesa y viva; y cuyas caricias se enredaron en nuestros cabellos.
Es en esos momentos cuando la vulnerabilidad se somete a la prueba de fuego: las veces que sean necesarias, aconsejan los terapeutas del alma. Hasta que el corazón acribillado, goteando dolor y llanto, respire y sane. Sane y respire. Y sonría sin culpa; y salga a la vida sin miedo. Es imprescindible dejarse quemar por ese fuego abrazador, para comprender lo que vive un alma en duelo.
Justo hoy son siete meses desde que nos dijimos adiós, a la orilla de un mar turquesa. Sin embargo, sigues más viva que antes. Te siento a mi lado en los actos más triviales y cotidianos, cuando preparo tus recetas de cocina o en los consejos y anécdotas tuyas que comparto con tus nietos. Tu estela amorosa quedó atrapada en ese músculo con forma de puño, o de corazón: esparciste buenas semillas, las regaste y cuidaste como creías que debías hacerlo. Te cuestionabas con frecuencia si fuiste una buena jardinera. Tus dudas estaban infundadas. Las plantas que sembraste con cariño y paciencia han dado frutos maravillosos. En mi jardín interior, el que tú me regalaste, crecen flores de exquisitos colores y las enredaderas destilan amor. En ese lugar recóndito se escuchan, en calma, sólo dos pálpitos.
Si bien he leído varias lecturas acerca del duelo, me quedo con que es una experiencia para la que nadie ni nada nos prepara. Equiparable a la de ser padres por vez primera. Unos novatos por excelencia. Hay ocasiones en las que así el día esté soleado y brillante, ante la menor provocación, los ojos anuncian una tormenta. Supongo que así uno va sanando, zurciendo las roturas del alma. Y también escribiendo, porque escribir lo que nos desborda, sana. (O)