Ambos términos a simple vista pareciera que no deben estar juntos, pero no es así.
Por ejemplo, la selección de la sede, en este caso Qatar, fue rechazada por otros países participantes, entre ellos Estados Unidos, en donde se inició una investigación judicial que terminó con la renuncia de Josep Blatter, en ese entonces presidente de la FIFA, y la salida de una gran mayoría de miembros del más alto Comité de esta Federación. Que el mundial, a pesar de todo, se siga jugando en Qatar es gracias a la astucia geopolítica de los anfitriones que ejercieron presión y aprovecharon el interés de inversionistas y gobiernos para insistir dentro de las decisiones de FIFA.
Otro caso, los derechos de mujeres y comunidades LGBTI cuyas causas, silenciadas por las políticas del país anfitrión, han sido fuertemente difundidas en la conversación mediática y digital. Todo comunica, dice Watzlawick, y el silencio a veces resulta ensordecedor.
El manifiesto inaugural no trató de Qatar como país sino de la región y sus valores, de la necesidad de incluirnos a todos en un estadio que simbolizaba la hospitalidad del mundo árabe, una gran tienda en medio de la arena, en línea con el discurso de Morgan Freeman y del influencer Ghanim Al Muftah. La nostalgia y la unión fueron representadas en cantos, banderas, camisetas y mascotas de otros mundiales.
No son los únicos ejemplos, también hay detalles como la participación de la terna de mujeres en el arbitraje, la eliminación de la banda multicolor para el capitán, el canto del himno, el silencio en el himno como símbolo de reclamo a Irán, las manos cubriendo la boca como gesto de protesta de los jugadores alemanes por el silencio forzado, el activista con las consignas pro-derechos corriendo por la cancha. Todos son símbolos de la discusión política que no está ajena a la convocatoria deportiva más importante del momento. (O)