La lucha contra el narcotráfico, más concretamente contra al narcocrimen, no debe entendérsela desde el simplismo, peor de buscar un alguien en quien descargar toda la culpabilidad.
Cuando ocurre en crimen al estilo sicariato, el asalto a un hospital para terminar con la vida de la víctima escogida, o acribillar al director de una cárcel, suele escucharse: “el gobierno no hace nada”, entre otras expresiones salidas de la desesperación, del miedo, cuando no del pánico, generados por la inseguridad.
Lo hemos dicho: el narcocrimen no es cualquier banda delictiva como para combatirla, peor acabar con ella, de la noche a la mañana. Y son varias. Sus matrices están en otros países. Aquí cuentan con células bien estructurada. Entre ellas se disputan territorios para el bodegaje, transporte y envío de la droga.
Se trata de un verdadero poder. Una mezcla de dinero a montones, crimen, compra de conciencias en lo político y en lo judicial; intromisión entre los sectores más empobrecidos para reclutar y formar potenciales sicarios o introducirlos en su mortal negocio, son parte de ese poder.
Cada vez se confirma. Ese poder quiere seguir mandando en las cárceles. Por eso se resiste a la reubicación de sus principales líderes, una tarea emprendida por el Gobierno aun a costa de las vidas de policías y directores de las cárceles.
El perpetrado contra Santiago Loza, director de la cárcel de El Inca, no puede sino ser una retaliación de esas bandas criminales.
¿Quién puede hacerse cargo de un reclusorio si su vida está en peligro; si el Estado es enfrentado a bala, secuestros, ¿chantajes?
El problema es extremadamente grave, si bien no insuperable. Pero se requiere de tiempo, de estrategias, de inversión en seguridad, igual de políticas públicas bien planificadas, y el compromiso de todos.
Por eso mismo no caben los simplismos. Tampoco la disfrazada reacción de ciertos sectores para, a costa de la inseguridad, tratar de obtener réditos, como si el narcocrimen fuera tan simple como lavarse la cara.