La inestabilidad política abre fisuras en la democracia. A veces deriva en el quebrantamiento de la Constitución.
Aquél es un fenómeno presente en las últimas décadas en algunos países latinos y de Centroamérica.
La casi inexistencia de verdaderos partidos políticos, la mayoría explosionados por la aparición de movimientos, es el mejor caldo de cultivo para el populismo.
Igual para el surgimiento de personajes mesiánicos. Salidos de la nada, de pronto llegan al poder, incluso ante el asombro de ellos mismo, y no saben cómo proceder.
Los partidos -justo es decirlo- tampoco son la panacea. Pero, cuando menos, se conoce su ideología, a su militancia; son los responsables por los candidatos y, si triunfan, de su gestión.
Los electores, empobrecidos los más, sin acceso a salud, educación, trabajo, vivienda, servicios básicos, víctimas de la inseguridad, son presa fácil de los mesiánicos o de líderes cuyas promesas rebasan hasta lo inimaginable.
El caso del Perú puede ser un ejemplo. Seis presidentes en apenas cuatro años confirman la inestabilidad política y el aparecimiento de ilusos personajes, casi siempre embanderando la lucha de clases sociales, de considerarse antisistema, y hasta de prometer el paraíso.
De esa forma, Pedro Castillo llegó a la Presidencia de la República, como en su tiempo Alberto Fujimori.
Fue víctima de sus errores, de su inexperiencia, de su desconocimiento de la realidad, de la voracidad de sus acólitos, ni se diga de la malquerencia de las élites peruanas.
Acusado de presunta corrupción, al tercer intento de destitución cayó víctima de su intentona golpista. Esta es una jugada política apetecida por quienes, a nivel internacional, comulgan con sus tesis y se convierten en dictadores o se perpetúan en el poder llamando a elecciones no transparentes.
Es el saldo de la inestabilidad política; de confiar el poder en el “menos pensado”, consecuencia, a lo mejor, de la confusión, de la poca educación política, y hasta dejarse considerar como simple masa de votantes.