En 1787, Carlos III promulga la Real Cédula con la que se crea cementerios ventilados o extramuros para sepultar a los fieles, y ya no en las criptas o bajo el suelo de los templos.
En aquellos tiempos, todo español muerto tenía que pasar por la taquilla de la Iglesia si quería un entierro digno, si no, a un hueco en el campo o a una fosa común. Era un negocio redondo en una época en la que, los feligreses, vivían acoquinados bajo el manto del miedo que el sacerdocio infundía desde el púlpito.
El clero se encargó de que todos creyeran, a pie juntillas, que para ir al cielo y salvar el alma había que estar muy cerca de Dios: tanto en la vida, como en la muerte. Cuando los muertos estaban vivos les predicaban que Dios estaba en todas partes, pero cuando morían, sólo estaba en las iglesias y en terrenos bendecidos. Así que, los que querían obviar atajos para llegar al paraíso, pagaban mucho dinero por los lugares más cerca del altar. Y, si no podían, en el cementerio que estaba pegado a la parroquia.
La Iglesia monopolizaba la muerte. El negocio era tan lucrativo que lo defendieron a capa y espada, aunque aquello supusiera un vía crucis sanitario para la sociedad. La peste de Pasajes, España, vivida en 1781, fue causada por el hedor insoportable que se sentía en la iglesia parroquial debido a la multitud de cadáveres enterrados bajo ella.
Como el único sitio en donde sepultar a los contagiados era dentro del templo, la epidemia fue de mal en peor. Cuanto más rezaban en la iglesia para que Dios ayudara a los enfermos, más se extendía el virus. Las criptas y el suelo rebosaban difuntos infectados. La epidemia de Pasajes se hizo famosa, precisamente, por la orden de crear cementerios en las afueras de los pueblos, donde la putrefacción de los muertos no matara a los vivos.
Pese a que el clero vendía sepulturas a perpetuidad a los incautos, cada dos por tres sacaban muertos para revender las tumbas. Es lo que se llamaba “mondas de parroquia”, que no eran otra cosa que los restos exhumados de las iglesias, llevados luego al osario común, para hacer sitio a los flamantes difuntos que en breve pasarían a ser también mondas. Nunca exhumaban a sacerdotes o miembros de la nobleza. Sin embargo, quién creería que los cuerpos de autores ilustres como Quevedo, Lope de Vega y Cervantes, se perdieron entre estas mondas de parroquia. (O)