Hoy concluye el Mundial de Fútbol Qatar 2022, la cita mayor de este deporte, dícese el más popular, generador de pasiones, de intolerancias, de racismo, de alegrías, de tristezas; pero también, movilizador de miles de millones de dólares; no exento de polémicas ni de ser utilizado hasta con fines políticos, no siempre con buenos propósitos.
Mucho se ha hablado de cómo Qatar consiguió ser la sede mundialista. En estos 28 días de atención universal salieron a flote no solo las tradiciones de ese pueblo, superpoblado de migrantes; también, y con fuerza, el trasfondo de su Gobierno teocrático, intolerante con las libertades, incluyendo las sexuales.
Concluido el Mundial pocos seguirán hablando de Qatar, cuya monarquía gastó cuanto quiso y pudo para ser el centro de la atención, así en su territorio el fútbol no sea ni siquiera pasatiempo.
En lo deportivo, a más de las sorpresas por los resultados, casi no hubo equipos considerados pequeños y de poco fútbol como para ser desmerecidos.
Los Mundiales van revelando el poder de la migración, incluso en países donde la raza negra aún es objeto de desdén; o donde, por el simple hecho de ser migrante se es sujeto de arbitrariedades, y más si se llega en calidad de ilegal.
En la selección de Francia predominan jugadores de raza negra. Son el fruto de la migración, una práctica tan antigua como la humanidad.
Lo mismo sucede con selecciones de otros países. Son una mezcla de razas, de credos, de fuerza, de habilidades, de proyecciones de vida. En suma, un crisol del humanismo.
Argentina y Francia se disputan hoy el título de campeón mundial; es decir, la gloria.
En teoría, sería una “lucha” entre dos continentes; pero en ambos habrá gente partidaria de una u otra selección. Esa es la diversidad.
Decir, hoy “todos somos Argentina” o “todos somos Francia” es una perorata sin sentido.
Si en el fútbol no hay lógica, lo único lógico será aceptar el resultado. Es una de las reglas del deporte, la más sabia acaso.