En la elaboración de pesebres -la representación del nacimiento de Jesucristo en Belén según los relatos bíblicos- se demuestra devoción, arte, paciencia, unión familiar, entre otras manifestaciones espirituales del ser humano.
Hacerlos no solo es un ritual religioso, propio de la iglesia católica, sino una tradición cuya evolución ha estado marcada por una serie de factores, los económicos entre ellos; a veces también los suntuosos y los alegóricos.
Pero la esencia, digamos la fe, es la misma o, al menos, eso se quiere demostrar. Y allí radica su razón de ser.
Cuenca en particular, dada su tradición artesanal y devota también, es un lugar donde los pesebres adquieren su más alta expresión.
Quienes los elaboran ponen pasión, empeño y talento. Se toman hasta dos meses o más para demostrar verdaderas obras de arte, aun con figuras diminutas, utilizando materiales especiales, en los últimos años los reciclables y los hechos a mano.
Gran parte de los planteles educativos, los lugares de trabajo, públicos o privados, promueven la elaboración de pesebres.
Como lo demuestra una crónica de este diario, hay familias dedicadas a mantener esa tradición religiosa. Ayer fueron los abuelos, hoy son los padres, mañana serán sus hijos, quienes la perpetuarán.
Esa es una de las tantas manifestaciones del hombre por la Navidad, cada vez más materializada.
Sin embargo, es el día para recordar a Jesucristo por su mensaje principal: la paz.
El mundo está urgido de paz. Se libra una guerra, idiota como todas las guerras; crece la intolerancia; el diálogo se torna esquivo; ansias y preocupaciones acorralan al hombre; la tecnología, útil claro está, está como deshumanizándolo; el valor de la familia se diluye por el individualismo, por el excesivo apego a lo material.
Sí, necesitamos paz. No solo desearla por Navidad, sino promoverla aún a costa de sacrificios y renunciamientos.
Alentamos por la paz en el mundo, comenzando dentro de nosotros mismo. Esto nos dará valor para desearla a los demás.