Impera la costumbre de elevar el volumen de los amplificadores a niveles que dañan la salud de la gente. Esto es moda, es asunto de la moderna electrónica, es gusto de los jóvenes o imposición del “Ing de sonido”.
Ninguna autoridad controla este problema de salud y, lo que es más, no encontramos solamente en clubes, actos sociales, fiestas populares, discotecas, aviación, trenes, tráfico automotor, auriculares y música a alto volumen, ruidos industriales, petardos, sino en los parlantes colocados sobre las aceras junto a negocios privados.
El nivel de sonido recomendado por la OMS para asegurar salud y bienestar es de 65 decibelios dB. Sí es superior a 85 dB existe riesgo de pérdida auditiva, y sí supera los 100 dB hay riesgo de pérdida inmediata. El ruido afecta a la audición y dificulta la comunicación y genera otros conflictos como incremento de riesgo de angina de pecho o un infarto de miocardio por activación de hormonas nerviosas que van a provocar el aumento de la tensión arterial o la vasoconstricción. Produce insomnio, genera estrés y problemas psicológicos, dificulta el aprendizaje al disminuir la capacidad de atención y concentración e incluso la memoria y la motivación. Muchos padecen de cefalea, fatiga, depresión, zumbidos y tinnitus, trastornos en el sistema neurosensorial, etc.
Se calcula que 3 de cada 4 habitantes de ciudades tienen algún grado de pérdida auditiva por exposición a sonidos de alta intensidad. Cada vez más temprano, encontramos seres humanos con problemas de hipoacusia (sordera) que en muchos casos no toleran audífonos para recuperar audición.
El aislamiento que se genera para quien padece de sordera, es un verdadero muro que ocasiona otros daños en la salud y bienestar de quien padece la crisis.
Hace poco una gran y elegante fiesta, quedó sin invitados por lo insoportable que resultó el volumen de la música que en el salón marcó 115 dB, fue el fin de la fiesta. (O)