El proceso electoral se matiza con recorridos, visitas “puerta a puerta”, ofertas y promesas, los esperados debates, la proliferación de encuestas, dudosas las más, y la “guerra digital”.
La apatía ciudadana es notoria dada la cantidad de candidatos.
No solo por eso. También por la poca credibilidad de los participantes, por negociaciones previas hechas a la sombra; por las ofertas incumplidas por quienes fueron electos hace cuatro años y, en algunos casos, buscan reelegirse.
La actividad política se limita al día de las elecciones. Si el voto no fuera obligatorio, distinta sería la suerte. De esa forma, el electorado se ha convertido en masa de votantes, ante la cual acuden quienes quieren alzarse con el poder o seguir en él.
Súmese a esa campaña el referendo constitucional convocado por el Gobierno con ocho preguntas. Y otra aún más insípida por decir lo menos: la elección de miembros del Consejo de Participación Ciudadana y, a la par, la consulta a fin de restarle atribuciones para elegir a las autoridades de control.
Ojalá la buena intención del CNE, la de organizar debates entre aspirantes a alcaldes y prefectos, despierte no solo interés entre los ciudadanos, sino su cabal discernimiento para votar, no para botar.
Si caen en la inocuidad no habrán servido de mucho.
En un mundo donde se impone el poder de la imagen, donde se interactúa, se interpela, se critica, se manipula, se insulta, se hacen “memes”, se inventan noticias o se las tergiversa, en fin, donde todo es posible y permitido, las campañas políticas tienen su mejor aliado: las redes sociales.
Y es allí donde se gana la lid electoral. Los candidatos usan todas las plataformas digitales, no precisamente para exponer sus propuestas, sí para mostrarse con las más estrafalarias poses, haciendo de cómicos, de Superman, de bailarines…
En conjunto, el voto de los jóvenes constituye el 54 % del padrón. Son los millennials y centennials. Quienes quieren el poder municipal y provincial van por sus votos.