Atracones de la edad media

DE HISTORIA EN HISTORIA Bridget Gibbs Andrade

Los menús de los poderosos eran exuberantes en el Medievo. Terneras, jabalíes, ciervos o empanadas de pichón poblaban los banquetes. Para el anfitrión, ofrecer una mesa opulenta le otorgaba prestigio. En los siglos XIII y XIV surgen los primeros recetarios de cocina y, en algunos, hay hasta recetas de gato asado.

Para el Jet-set de la Edad Media, pegarse un atracón, se convirtió en un referente de buena cuna. “No es digno de reinar entre nosotros, aquel que se contenta con un parco almuerzo”, dijo un cronista de la época.

Los médicos con tal de no perder a sus pacientes de la nobleza y el alto clero, recomendaban que cuanto más elevado fuera el rango de un comensal, más elevadas, literalmente, debían ser sus viandas: las aves, porque volaban, y las frutas, porque brotaban en lo alto de los árboles. En cambio, todo lo que crecía a ras del suelo, se consideraba propio de seres inferiores.

La Edad Media sabía a salsas ligeras de vinagre y cítricos y a la mostaza Dijon, muy apetecida hasta nuestros días. El agridulce hacía furor. Las especias de Oriente eran tan cotizadas que un paquete pasaba en herencia de padres a hijos, como si fuera una joya de gran precio. Los ingleses coloreaban los alimentos de rojo con sándalo de Ceilán, y la carne se teñía de amarillo con azafrán.

El medievo nos legó el escabeche, el refrito, los embutidos, el bacalao salado, los arroces al horno y recetas de rellenos sucesivos: se cocinaba un pichón dentro de una gallina la que a su vez se colocaba dentro de un ganso el que una vez asado servía para rellenar un carnero. Ese carnero, con toda esa amalgama de aves en su interior, iba a parar al horno dentro de una ternera. Una alarmante obsesión carnívora.

Los modales en torno a la mesa eran repulsivos. Estaba mal visto escupir o sonarse la nariz en el mantel. Comían con las manos y cada comensal debía llevar su cuchillo. El tenedor se usaba sólo para comer pasta. Erasmo de Rotterdam, el escritor humanista, decía que le parecía de mal gusto ofrecer a otro comensal un bocado mordisqueado.

Al vino se lo aguaba para que la gente no se emborrachara. Los rabos de las frutas se cubrían con cera de abeja para conservarlas en buen estado. Los cumpleaños no se celebraban, pero los funerales, sí. Había que agasajar a los parientes que venían al velorio: “El muerto al hoyo, y el vivo al bollo”. (O)