«Ya no es el mismo, dispararon a matar«, clama el joven peruano Juan José Flores sobre su hermano, Rosalino, cuya vida dio un giro de 180 grados el 11 de enero. Aquel día, su abdomen recibió 36 perdigones disparados por los efectivos policiales que reprimían las protestas antigubernamentales en su región natal de Cuzco.
Hace unas semanas, Rosalino cumplió 22 años postrado en la cama de un hospital de Lima, donde se alimenta por sondas luego de que le extirparan el 60 % de su intestino.
Desde la manifestación de aquel día, sus habituales idas y venidas a la universidad y a su trabajo en la construcción se convirtieron, de la noche a la mañana, en una estancia entre las cuatro paredes de una unidad de cuidados intensivos (UCI).
«Ahorita ya él está consciente, gracias a Dios (…) pero tendrá secuelas», explica a EFE su hermano, quien también puso en paréntesis su vida para estar al lado de Rosalino.
Juan José (24), que nunca había estado en Lima, le visita a diario, le trae medicinas y traslada a sus padres los avances de su hermano, así como los múltiples interrogantes sobre su futuro, sobre el que tiene una única certeza: que no será, al menos en el corto plazo, cómo había imaginado.
Rosalino es uno de los más de 1.880 heridos, 580 de ellos policías, registrados por la Defensoría del Pueblo en las protestas que durante dos meses sacudieron al país andino, cobrándose la vida de 70 personas, según diversas fuentes, y truncando la de cientos de familias peruanas.
PÉRDIDAS IRREPARABLES
Una de las regiones más azotadas fue la andina de Ayacucho, que el 15 de diciembre pasado se sumó al paro nacional contra el Gobierno de Dina Boluarte y el Congreso. Fue una jornada que se convirtió en la segunda más sangrienta con un saldo de diez fallecidos por la represión militar.
Uno de ellos fue Leonardo Hancco, de 32 años y operador de maquinaria pesada. El hombre había decidido aquel día, por primera vez, salir a las calles a reclamar un futuro mejor para su hija, de siete años, y para los dos gemelos que -solo la pareja sabía- estaban en camino.
Su esposa Ruth Bárcena, de 27 años, se despidió de él de madrugada y, tras varias horas incomunicados, recibió de un vecino la noticia que tanto temía por los videos que veía en las redes sociales. Le habían «disparado».
«Salí de mi casa corriendo con lo que tenía puesto encima, recuerdo que iba descalza», relata a EFE la joven, quien minutos después vería «la carnicería» que se estaba viviendo en las calles.
«Había balas por acá, perdigones por allá, bombas lacrimógenas (…) La gente corría, escapaba, parecían animalitos (…) y ellos (los militares) disparaban», recuerda.
Cuando encontró a Leonardo, estaba «irreconocible». Lo llevaron en ambulancia al hospital, donde agonizó dos noches.
A Bárcena le faltaron días para asimilarlo. «Caí en la depresión y perdí a mi hijos», narra la joven, antes de sentenciar: «Quien mató a mi esposo, mató a mis hijos también«.
Desde entonces, la mujer preside la «Asociación de familiares de asesinados y heridos del 15 de diciembre en Ayacucho», con la que pretende luchar en favor de «la verdad, la justicia, la reparación, la no impunidad y la memoria».
Aún así, sabe que su pérdida, como la de muchos otros peruanos, es irreparable porque hay cosas, como «el cariño de un padre hacia sus hijos, (que) ya no se van a volver a sentir nunca».
«Son futuros que cortaron», sentencia la mujer, quien siempre se ha dedicado a labores domésticas y ahora, para «sacar adelante» a su hija, sabe que deberá «aprender a trabajar», aunque todavía no sabe en qué.
ANHELADA NORMALIDAD
A unos 570 kilómetros al norte, en un centro poblado de la periferia de Lima, Juan Carlos Vergaray se pregunta algo parecido.
El hombre, de 47 años, no sabe cuándo podrá volver a sus labores de construcción que abandonó hace justo un mes, cuando una decena de policías -denuncia- lo golpeó en la cabeza mientras socorría a una joven herida en una manifestación.
«Sentí un fuerte golpe en la espalda, y más ya no me acuerdo«, cuenta a EFE Vergaray, mientras muestra los diez puntos que le tuvieron que dar en la testa y la camisa ensangrentada de cuadros azules que llevaba aquel día y que conserva, intacta, en su humilde casa de ladrillo desnudo y techo de calamina.
No hay hora que pase que Vergaray no piense en la agresión, que presenciaron su esposa y una de sus hijas, menor de edad.
Dice que tiene dolores de cabeza constantes, y mareos. También tiene resentidas sus manos y piernas y, según apostilla su mujer, presenta puntuales pérdidas de memoria.
Su familia, a la que hoy llega la mitad de los ingresos de antes, espera que pronto todo pueda ir volviendo a la normalidad, un anhelo compartido por muchos peruanos que, al menos por ahora, se vislumbra lejano ante la aparente falta de justicia y asunción de responsabilidades. EFE