El mejor sistema de gobierno para los pueblos es todavía el de la democracia, pero tiene diversos matices y formas. El Ecuador está viviendo el modelo de 1978-79, cuando salía de una época de dictaduras. Cumplió su objetivo de devolver la institucionalidad al país. Pero ese sistema es también responsable de la ola de corrupción, de la impunidad y de paralizaciones nacionales indígenas.
El sistema presidencialista que se desea mantener debe ser modernizado; las experiencias recientes obligan a hacer cambios. Nuestras instituciones frecuentemente son manejadas por gente que triunfa gracias al engaño, que se ampara en “listas” para ganar y luego se dedica a la vagancia y a la corrupción.
Pero también hay que hacer algo con la Asamblea o Congreso Nacional. No puede seguir como el sitio de las vergonzosas componendas, de la venta de conciencias, del chantaje a los otros poderes del Estado. Se necesita una reforma constitucional que limite el exagerado presidencialismo y reforme esa tal Asamblea Nacional, reducto de incapaces y corruptos.
Pero tendrá que conseguirse mayor participación de la gente en una democracia directa. Las elecciones en Ecuador son demasiado complicadas y costosas para el Estado. Es indispensable y urgente que el voto deje de ser obligatorio para evitar que gente ni interesada ni informada vaya a votar por tesis que no conoce y por candidatos improvisados y para nada formados como sucede ahora. No se concibe que personas con absoluto desinterés por la suerte y destino del País sean quienes decidan su futuro. Más de un 70 % de ciudadanos se han manifestado por el voto blanco y nulo, se debe respetar su “derecho a no votar” si lo quieren. Quienes votan obligados, en muchos casos, deciden cómo hacerlo a última hora y son quienes, irresponsablemente, inclinan la balanza de la decisión popular, en forma inaceptable y nociva. Esto sería además un incentivo para que los movimientos y partidos fomenten el interés político de la gente, para que se instruya y vote no por obligación sino con real motivación, para llegar al ideal de tener “ciudadanos políticos”, es decir comprometidos con la democracia que decimos (¿y queremos?) mantener. (O)