Nací con un propósito de vida que aún estoy descubriéndolo y construyéndolo de manera inconsciente. Con precisión sé que nací para consolidar cada sueño que me exige mayor responsabilidad y me permite disfrutar de lo que se entiende como felicidad.
Nací con el sexo femenino, aquel que me permitió llevar con orgullo dos nombres, con los que me conocen y con los que he ido construyendo identidad y una marca personal. Soy de aquellas que hace uso del llanto para canalizar emociones de ira, decepción, alegría, tristeza e impotencia. No creo que sea un signo de debilidad, más bien es una manera de ser auténtica.
Tengo los ovarios para enfrentarme a la vida y a todos los caprichos propios del sistema. Cuando ingresé a la universidad me enfrenté a las acciones machistas de algunos catedráticos que precisaban: “Las mujeres deben ir a la cocina, qué hacen en las universidades”. No fue fácil lidiar con estos comportamientos machistas, pero no fueron los únicos. Años más tarde cuando fui al curso de conducción el “profesor” precisaba: “Una embarazada no debería aprender a manejar porque es incapaz de controlar sus emociones”.
Con 33 años y con la ilusión de ser madre por segunda vez -con tres meses de embarazo- conseguí un trabajo como relacionadora pública. Cuando pasé la entrevista profesional el Gerente solo puntualizó: “Este es un trabajo ideal para una embarazada”.
Las referidas frases nunca las entendí, pero claramente comprendí que, aunque las mujeres hemos ganado espacios y exigencia de derechos, falta mucho por cambiar ciertas acciones y frases machistas que siguen circulando como si fuesen parte de la normalidad. Soy mujer y como mujer me respeto, respeto a los demás y exijo ser tratada como ser humano sin importar el género. No me pertenezco a un género débil más bien soy parte de las guerreras, sensibles e inteligentes que aportan al desarrollo de su país con trabajo comprometido.
Las mujeres cobijamos, damos vida y somos felices. (O)