Viejas lecciones de dolor y de destrucción no se aprenden en el Ecuador. Las dejaron deslizamientos de tierra de diferente magnitud, ocurridos tiempos atrás.
El hombre se aferra a su tierra. A su casa, por lo general, única. Además, como suele decir, no tiene dónde ir en casos de apremio. Confía en sus creencias, entre ellas las religiosas.
Quienes dirigen instituciones encargadas de hacer frente ante potenciales riesgos, en especial los producidos por fenómenos naturales, a ratos asumen sus responsabilidades a tientas.
Quienes deben hacer cumplir leyes u ordenanzas municipales para evitar los efectos de esos fenómenos, ni se diga para prevenirlos, no las hacen cumplir. Si lo hacen, es a medias.
¿Cuál es la eficacia de declarar la alerta amarilla, naranja o roja cuando se detectan inminentes riesgos, como los existentes en Alausí por ejemplo, si no se las aplica a tiempo? ¿De quién es la responsabilidad de no haber dispuesto la evacuación de la gente? ¿Cuál es la utilidad de los COE cantonales en aquellos casos?
No vivimos en el país de la prevención, sino en el de lamentarnos cuando suceden las desgracias; en el de buscar culpables sin darnos golpes en el pecho; en el de no hacer caso ni siquiera al instinto de conservación para alejarse del peligro por pensar en el “ya pasará”, en el “Dios no lo permitirá”; en el de instituciones cargadas de burocracia, de poca ejecución y de poder de decisión.
En Azuay, cuya topografía es irregular como todas las provincias interandinas, hay varias zonas en peligro inminente. En Cuenca, desde hace años se habla de barrios enteros cuyos terrenos se deslizan. ¿Y?
En el sector La Cría, un deslizamiento amenaza con desaparecerlo. Los valles- Yunguilla, es un caso- se urbanizan sin control. En cada villa hay un pozo séptico; se permite a todo el mundo hacer la prospección de agua subterránea. ¿Cuál es la consecuencia de esta acción?
¿Se han actualizado los mapas de riesgos? Donde no los tienen, ¿los harán algún día?