La rockola en Guayaquil

Aníbal Fernando Bonilla

Así se denomina el reciente libro de Wilman Ordóñez Iturralde (Guayaquil, 1969), con el subtítulo Ensayo sobre la música y la cultura popular del despecho, bajo el sello de CR ediciones, de Rosario, Argentina.

En sus páginas hay un repaso lúcido sobre los ritmos y tonadas que se han escuchado desde la época pasada en el Guayaquil profundo, con ironía y bien traída redacción. ¿Qué emana de su prosa? Una indagación pormenorizada de datos y nombres protagónicos inherentes a la temática, lo cual incluye la revisión de fuentes documentales (como los añejos cancioneros) y trabajo de campo (con la vitalidad recuperada en la tradición oral), para recabar elementos que sustenten este texto subdividido entre palabras preliminares, tres capítulos subsiguientes y el epílogo. A más del brillante prefacio de Ángel Emilio Hidalgo, y otros comentarios adjuntos.

En La rockola en Guayaquil se acopia información relevante, especialmente del siglo XX, respecto de géneros musicales (el pasillo, el pasacalle, el bolero, el vals, el tango, la cumbia, el son, la salsa), y de intérpretes y compositores que descollaron en el escenario, el micrófono, la industria del disco y la radio porteña, tales como Lucha Reyes, Daniel Santos, Lucho Barrios, Chabuca Granda, Carlos Gardel, Los Antares, Los Visconti, Alci Acosta, Cecilio Alva, Trío Matamoros, La Sonora Matancera, Roberto Cantoral, Lola Beltrán, Tito Cortés, Agustín Lara, Lucho Gatica, Los Panchos, Leo Marini. Y los nuestros, Fresia Saavedra, las hermanas Mendoza Sangurima, Carlos Rubira Infante, Nicasio Safadi, Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Hilda Murillo, Noé Morales, Juanita Burbano, Segundo Rosero, Máximo Escaleras. Y, Aladino, citado con frecuencia por el autor.

Todo este entramado ensayístico alrededor de la existencia de la canción rockolera en el ambiente guayaquileño, a partir de los años cincuenta. Y, de la rockola como aparato parlante que emana desdicha, lamentación y desamor, a un costado de la cantina, del burdel, del bar, de la chingana. Expresión identitaria que, según Ordóñez, simboliza la condición “guayaca” de una cultura que pervive en las entrañas citadinas de la marginalidad y lo subalterno (alimentada del bagaje montubio), manteniendo -la pesetera rockola- su encanto, pese al tiempo y la modernidad. (O)