La gente pierde fe, confianza y credibilidad en los políticos; igual en las instituciones por ellos regidas. Esto mina la democracia.
Un hecho inédito a lo largo de la azarosa política ecuatoriana, ocurrió en las elecciones efectuadas el 5 de febrero de 2023. En Calacalí, parroquia rural de Quito, ganó el voto nulo.
Lo confirmó el Consejo Nacional Electoral (CNE) luego del escrutinio. El Tribunal Contencioso Electoral anuló el proceso, disponiendo se convoque a nuevas elecciones, como en efecto así ocurrirá.
A lo mejor esa información pase desapercibida por tratarse de una pequeña jurisdicción rural.
Pero si se la ubica en el contexto de las pasadas elecciones, no están así. Es ya una tendencia; y crece.
En las elecciones referidas, en varias ciudades los votos nulos y blancos superaron con amplio margen a los ganadores. Si la ley lo estipulara, como sí lo hace para el caso de la elección presidencial, en casi todos los cantones y provincias las elecciones de alcaldes y prefectos se dirimirían en segunda vuelta. Es más, ya debería ser así.
Los electos con tan escaso apoyo popular, si bien se revisten de legalidad no así de legitimidad. Teóricamente tienen a gran parte de la población en su contra; y, de hecho, también carecen de mayoría en los Concejos Cantonales y en los Consejos Provinciales. Esto los obliga a negociaciones políticas no siempre transparentes, o a administrar a merced del vaivén de las circunstancias.
Similar hecho ocurrió en la elección de los miembros del Consejo de Participación Ciudadana.
Esta realidad política merece ser debatida por todos los actores inmersos en una actividad clave para la democracia, pero venida a menos por la acumulación de prácticas corruptas y de deslealtad para con el pueblo.
Desentenderse de esa expresión popular en las urnas ni es tan democrático ni es digno de auténticos políticos, lastimosamente escasos.