De sus hermanos, el titán Prometeo era el más astuto y valiente de todos. Era tan osado que desafiaba a los dioses del Olimpo. Cuando Zeus quiso poblar con seres vivos el mundo, encargó esta tarea a Prometeo y a su hermano Epimeteo, quien creó a los animales. Prometeo formó con barro unos seres que recordaran la imagen de los dioses: los hombres. Les concedió inteligencia y habilidades extraordinarias: construían, domesticaban animales y recolectaban alimentos. Estaba feliz con su nueva creación, pero no le pareció suficiente. Deseando el bien de la humanidad, Prometeo robó fuego del carro de Helios, dios del Sol, y se la entregó a los hombres para que pudieran calentarse y cocinar. El fuego era considerado un elemento sagrado, reservado para los habitantes del Olimpo. A Zeus no le gustó la arbitrariedad de Prometeo. Como venganza ordenó a Hefesto que creara a la primera mujer, Pandora, y se la ofreció a Prometeo como esposa. El la rechazó temiendo que fuera una trampa.
Zeus hizo lo propio con Epimeteo que se enamoró y se casó con ella. En la boda, Pandora recibió una vasija que no debía abrir nunca, pero no pudo resistir la curiosidad. La abrió y liberó todos los males existentes que acechan a los hombres. De forma indirecta, Zeus castigó a Prometeo haciendo daño a aquello a que más amaba: la humanidad.
Pero Prometeo no era de los que se rendían fácilmente. Se le encargó idear un sacrificio con el que los mortales adoraran a los dioses y puso a trabajar su astucia de nuevo. Sacrificó dos bueyes y le dio a elegir a Zeus un montón de huesos ocultos bajo la grasa y piel del animal o toda la carne que se podía consumir con las tripas y sangre para darle un aspecto repulsivo. Zeus eligió los huesos pensando que así se quedaba con lo más apetecible de los animales, cayendo en la trampa de Prometeo. Esta broma le costó lágrimas al titán. Zeus ordenó a Hefesto que lo encadenara y mandara a un águila para que devorara sus entrañas eternamente. Como era inmortal, su carne se regeneraba por la noche y el ave volvía al día siguiente a seguir comiendo. La angustia de Prometeo terminó cuando Hércules, uno de los hijos predilectos de Zeus, conmovido por el sufrimiento, mató al águila de un flechazo liberando, perpetuamente, al amigo de los mortales.
Hasta en el Olimpo se aplicaba el refrán: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. (O)