CON SABOR A MORALEJA
LA DESPEDIDA
La ciudad se despertó más temprano que de costumbre. Las casas se desperezaban mientras el aroma a café se filtraba por las calles de la urbe. Hasta los kikirikis cantaron antes de la hora habitual. Estaban todos expectantes. ¡Era el día de la despedida! Una despedida amarga, con sabor a fracaso, para el que se iba. Y una muy dulce para el que se quedaba. Algo así como un trago de ajenjo y un higo enconfitado.
Con los primeros rayos de sol la gente empezó a aglomerarse en la plaza central. Había banderas y serpentinas y una banda de pueblo que no paraba de bostezar. Los músicos y sus acordes también madrugaron para despedir al que no quería irse. La tarima lucía altiva. Dos sillas y un micrófono descansaban sobre una alfombra verde. La de las despedidas…
La multitud crecía en número. El sol, inmisericorde, calcinaba cráneos. Los vendedores ambulantes agotaron sus ventas del día: agua helada, espumilla, mango pelado, mote, fritada y pedazos de sandía. Hacia el mediodía y con los arpegios de la banda, salieron los dos personajes: el que se iba, y el que se quedaba.
El primero se acercó al micrófono. El segundo, tomó asiento. El primero se vanagloriaba de las 700 obras que había entregado a la ciudad (las que nadie había visto), de la transparencia de su trabajo y de la honestidad de su mirada. Que es una vil mentira, dijo, que hayan desarmado un vagón del tranvía para usar sus piezas como repuestos; que no arregló la pista del aeropuerto porque dizque no le compete; que la penalidad de 25.000 USD mensuales que ETAPA paga por no haber utilizado los 70 millones adjudicados para la planta de aguas residuales en Guangarcucho, superando hasta la fecha 700 mil dólares de multa, es un infame ataque político; y, que no deberían ser malagradecidos por el recapeo que hizo de vías recién pavimentadas y otras que no lo necesitaban, si apenas costó 50 millones de dólares. Entregó el micrófono a su sucesor, y haciendo pucheros, se sentó con el ceño fruncido.
El nuevo alcalde no daba crédito a lo que acababa de escuchar, al igual que la multitud que gritaba: ¡Superas al cuentero de Muisne! Con micrófono en mano y su hablar rasgado, trató de calmar a la muchedumbre: Cuencanos, guardemos la compostura. Pero la turba no oía razones. Enardecida, profirió: ¡Qué vergüenza, qué bochorno! Y el que no quería irse, no tuvo más remedio que levantarse, y despedirse…