El dictamen fue contundente, contundentemente fatal. Le quedaba poco de vida a su vida torturante. Una calvicie tempranera, la faltaba del diente delantero superior derecho –que la odontología de los 50 no estaba aún capacitada para resolver–, lo poco atractivo para el sexo femenino y la soledad común para él, hacían un cuadro no muy zalamero. No sabía Que hacer.
Decidió, con lo poco que tenía, viajar en un tour por el océano maravillándose de la inmensidad, pero la mala suerte no lo dejaba. El buque se hundió con los excursionistas casi llevándose a él que con las justas se agarró de lo que pudo. Inadvertido pasó el tiempo asido, sin comida ni agua ni su medicina para intentar evitar el anunciado fin. Más me hubiera valido hundirme con los demás, rumió.
Cuando abrió los ojos la marea lo acercaba a una playa impresionantemente bella. El lugar parecía que nadie lo había caminado, sin vegetación agresiva ni impenetrable, abundante fruta, algunas desconocidas jugosas y de buen sabor, un arroyo de agua tan clara en ese sol que calentaba agradablemente. Un día, una quemazón en la encía superior lo hizo mirarse en un arroyito para comprobar el nacimiento de un diente nuevo y al frotarse la cabeza, admirado y por fin alegre, notó que su calva empezaba a cubrirse. En otra, un brillo intermitente le hizo ver, esparcido a raíz del suelo, piedrecitas que identificó como esmeraldas.
Pese a la calma y una felicidad no sentida antes recapacitó en, después de tanto tiempo, reintegrarse a su mundo de malas obras y noticias. Con un lote de joyas navegó y navegó, remó y remó…hasta ser rescatado por la marina. Informó ser sobreviviente del naufragio de hace meses. El capitán lo vio sorprendido y aclaró que eso había sucedido apenas ANOCHE.
En casa ya, el médico que trataba su problema le mostró los nuevos exámenes: ni huella de su mortal enfermedad. Entonces tomó la decisión inquebrantable de gastar todo lo que tenía, como nuevo millonario que era, hasta encontrar esas tierras mágicas, aquel paraíso. (O)