¿De quién fue el error: del gobierno al nombrarlo pese a saber su ubicuidad política; o de él, conocedor, se sobrentiende, del rol casi nulo de un gobernador de una provincia donde abundan los reclamos al régimen?
No quedó bien clara la designación de Paul Carrasco como gobernador del Azuay. Fue una sorpresa, además. Asumió el cargo practicando sus clásicas rimbombancias, si bien comprometiéndose con los problemas de la provincia: inseguridad y vialidad.
Un gobernador es un funcionario de confianza del Presidente de la República. Lo representa a él. Vela por la correcta administración pública. Si hay un plan oficial, en seguridad por ejemplo, vigila su aplicación en la provincia. Coordina acciones con las demás autoridades dependientes del Ejecutivo, y, obvio, se articula con las otras designadas en las urnas en pro del bienestar de la jurisdicción.
No es peyorativo decirlo, pero un gobernador, mucho más si no es de una provincia con peso político –Guayas, por ejemplo- es un “buzón de quejas”. Las recepta. Dialoga con sus actores. Recibe informes sobre cualquier evento político y amenazas en contra del Régimen.
Sobre todo ese acerbo, comunica a los diversos ministerios, al presidente y demás dependencias. ¿Y? Y nada más.
Un gobernador no tiene poder de decisión. No tiene presupuesto; peor atribuciones para comprometer obras. Si alguna otra función pequeñísima la tiene, debe constar en alguna norma arcaica.
Es más, no puede ser un contradictor político de quien lo nombró; más bien defenderlo, ayudando a mantener el orden público o explicando las políticas tomadas al más alto nivel.
Quien acepta ese cargo debe saber cuan venido a menos lo está, excepto el honor de serlo. En el Azuay lo está desde el gobierno de Abdalá Bucaram, si bien con algunos intervalos.
Paúl Carrasco fue cesado. Duró 34 días. A lo mejor por razones políticas; de estrategia mientras dure la transición. Otras explicaciones o altisonancias estarán demás.