Destello del sol tras su reino

Aníbal Fernando Bonilla

En Donde el sol pierde su reino (Seix Barral, Colombia, 2022), de Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, 1960), Quito es el espacio vital, con sus bemoles, amaneceres y rincones noctámbulos. En sí, es la ciudad convertida en personaje que va de la mano de Carlos García, el otro personaje central, develado en carne y hueso. La geografía urbana se aprecia dinámica, en franco movimiento, discordia y contradicción. La realidad quiteña se expande a una realidad global. Desde luego, con caracteres singulares como el sociolecto, costumbres y sentires que van de la memoria individual a la memoria colectiva. Con enorme fuerza rítmica, tal como Carlitos, por su innata condición de bailarín extraviado en los malabares del vicio y la incesante indagación identitaria, quien cae y se levanta dentro y fuera del escenario dancístico.

En esta novela (ajena a la moralina) calzan los temas de siempre, aunque con miradas seductoras, irreverentes y atrevidas: el amor, la soledad, los sueños, los fracasos, las migraciones, con énfasis recurrente en las adicciones. La articulación textual también se nota en la trama asumida con riqueza poética, en un viaje al ensueño, a lo ilusorio, de puntillas a lo ficcional, alcanzando el extremo violento de la pesadilla. La impresión lírica o “las oscuras y preñadas palabras del poema”, destellan hasta el punto de transmutar en gemido corporal. Un alto grado de desconcierto causa la enajenada actitud de la abuela del protagonista, autodenominada como La marquesa de Solanda, a la usanza de un linaje aristocrático fallido. Ella está convencida de la desaparición de su hija Eloísa (madre de Carlos, quien sufre los efectos del coyoterismo), ante lo cual exige del Estado acciones que la devuelvan. Alucina un complot orquestado por fuerzas extrañas (poderes fácticos), denunciándolo incansablemente en la Plaza Grande.  

Los personajes complementarios emergen de la existencia preconcebida, la eventualidad, la disonancia y la fría calle: desde el poeta amigo (Pedro Bautista), hasta la expendedora de drogas; todas y todos con un andamiaje de verosimilitud penetrante. Artistas, bohemios, borrachines (carismáticos y lúgubres) en el artilugio de los días (y, por supuesto, de las noches de bares y cantinas). Especial anotación merece Magdalena, de condición vulnerable y ojos tristes, sumergida en miedos y callada fragilidad, no obstante, es su sentimiento y tenacidad lo que permite que Carlos, su pareja, retorne del abismo toxicómano.

En los cuatro capítulos se cimenta una narrativa envolvente, con una automatización onírica fulgurante en “El muelle de las almas”. Al cierre de la obra, se supera -a brincos- la turbia resaca, con la consciencia que trae la imposibilidad de retroceder. Se enciende la luz del nido familiar. La sanación toca el alma para desenmascarar aquellos demonios internos que atormentan la convivencia del reino. (O)