Un axioma básico de la política es que no hay objetividad. Ninguna afirmación es neutra, aunque sea sustentable, y eso hace que la disputa de posiciones no tenga un asidero en “la verdad” y tampoco un punto de llegada compartido. Dicho lo anterior, me gustaría comentar un fenómeno poco visible, que supera en cierta forma esta aporía, instrumentalizando las lecturas de lo político desde diferentes ámbitos, veamos:
Los medios requieren análisis de la coyuntura política, como si se tratara de un partido de fútbol, donde se puede hablar por horas de insignificancias, enunciando de vez en cuando las estrategias de ataque y de defensa, las características de los jugadores, su rendimiento, sus condiciones, su posición en el mercado, recurriendo a la memoria de los hechos, abandonando los contextos sociohistóricos, y dando espacio a la pauta.
Los analistas disputan sus predicciones como si fueran adivinos calificados, como si estuvieran en un concurso de predicciones, generando recetas políticamente correctas, adecuadas a su propio perfil de expertos. Los comunicadores políticos, miopes y magistrales en las estrategias cortoplacistas se enfocan en “vender” literalmente la imagen del candidato o de la autoridad de turno, cuidando ante todo su capital reputacional, su fama y su vigencia en las redes, que le permitan seguir en la contienda. Los asesores políticos por su lado se especializan en ganar elecciones o reelecciones, así sea perdiendo, estableciendo pactos secretos incluso con la oposición, profundizando el clientelismo, y quién sabe, qué otras cosas más.
Finalmente, a los ciudadanos literalmente nos toca participar en esta forma instrumental de democracia bajo el espejismo de la libertad de elección y de la soberanía popular. La realidad es que normalmente estamos obligados a elegir, y no al mejor, sino al menos malo. (O)