No sé si les pasa a vosotros, o se les ocurre, más bien, poner las orejas donde no se debe. A mí, sí; y disculpen por eso de la primera persona.
En mis viejos tiempos de reportero raso, esa manía, entre otras tantas, me daba resultados como para alborotar a la ciudad y hacerme de “enemigos gratuitos”. No de otra manera, el caso “Sanrra” hubiera salido a la luz pública durante el gobierno del “Loco que ama”.
Este domingo, mientras guarecía – no diré dónde- cuatro campesinos parlaban sobre cómo un sacerdote azuzaba a la comunidad a remodelar la iglesia con un altar de primera. Oí que la obra bordea los USD 45 mil; pero que, qué importa si es para Dios, que deben organizar rifas, bingos; que luego, “Diosito” mismo bendecirá el doble.
¿Qué más oí? A uno de los campesinos le oí decir que en la próxima reunión de la comunidad dirá que no se debe gastar tanta plata; y que el sacerdote, “sacerdote no más es”, “que no a venir a mandar aquí”.
Vaya curita en lo que te has metido, oí que me dije, en tanto recordaba que en las comunidades rurales, las iglesias son más grandes e imponentes que las casitas que las rodean, y en las cuales, al menos para mí, Dios estará a gusto.
Otro día puse las orejotas en un gimnasio “a la intemperie”. Unas cuatro señoras, en tanto se afanaban por hacer abdominales “antiguatas”, se condolían de las cinco personas del submarino Titán, que sólo por querer mirar los restos del Titanic murieron a casi 4 mil metros bajo el mar; es más, según murmuraban, pagando cada uno 250 mil dólares.
“Tener plata ha de ser, pues”, oí decir a una de esas señoras.
Pensé, entonces, que como ellas, a esa hora millones de señoras, millones de señores en el mundo estarán habla que habla sobre esa arriesgada aventura.
Al fin y al cabo, de eso y mucho más está hecho el mundo, como lo está también de esa casi sobrenatural curiosidad del hombre por querer escudriñar todo, tanto que si le fuera posible, intentaría llegar hasta el mismo centro del sol.
Durante un sepelio oí a un joven decirle a su amigo que a su padre, con cáncer terminal, le prohibieron la carne de chancho. Pero él, de 85 años, le pidió llevarlo USD 10 dólares de cascarita, con ají, mote y café.
_No lo traje papá. Puede morirse, oí que le había dicho.
_El que voy a morir soy yo, no voz, y quiero morir comiendo lo que me gusta, oí que le había respondido.
Qué resignación la de aquel señor. Aceptar la muerte comiendo lo prohibido, oí que me dije.
Qué nunca nos falle el oído; y mejor, si oyendo y viendo el doble, hablamos solo la mitad, o menos aún, o sólo lo necesario. (O)