Se cuela por las rendijas, por los techos mal clavados, por los huecos del colchón, por las llantas “cocolas”, por los orificios de los alfileres; mientras se come, se duerme o se ejercita; se esté entre rejas, caminando o en la sala de un hospital; se viaje en los “humillantes”, en tranvía, en burro o en un Renault.
Casi, casi que ya no necesita asomar en televisión, peor en los periódicos, cada vez más rumbo a la extinción en tanto en cuanto impresos; algo, algo en la radio.
Ahora está en las redes sociales, con acceso a toda la selva mental, esa moderna Arca de Noé en la cual todos se embarcan, so pena de ser tragados por el diluvio que anquilosa, que fosiliza.
Basta un celular, un computador, para tenerla allí omnipresente, colándose, interrumpiendo lo que se quiere ver, leer, oír; o descansar.
Le basta un segundo para dejar una huella mental. No le importa si por eso se sienta coraje o se mande al diablo a la operadora telefónica, al YouTube y a todo canal digital, que nos ha vuelto seres digitales, ni de aquí ni de allá, cerca de los ausentes, pero lejos de los presentes, llorando por los cachos puestos a Shakira mientras otros bailan cerca nuestro; pidiendo miles de cosas – milagros por lo general – a Dios, como si él fuera estuviera Facebook, en Tik Tok, la ventana para alelados.
En estos días, si no fuera por ella no se hubiera visto a unos borreguitos, aparentemente inofensivos como los Teletubbies, elaborados por otros borregos, cuya manada la comanda una hiena. Qué paradoja para más cruel. Cosas de contra natura.
Pero qué importa lo que digan. Gracias a ella, lograron que los demás hablen de ellos. Saben que político del cual se no hable bien o mal, no lo conviertan en “tema”, va rumbo al fracaso. Simplemente no existe.
Gracias a su omnipresencia, sin la cual nunca habría triunfado el franquismo, el nazismo, el fascismo, el stalinismo, el “castrochavismo”, y los demás “ismos” cuya esencia es el totalitarismo, los ecuatorianos, queramos o no, comenzamos a ver y oír sin discernir; a pelearnos entre sí, a querer distinguir entre el bien y el mal pero sin fundamento; a movernos por las emociones más que por la inteligencia; a distinguir entre el que roba pero hace obra, menos para ver a los que robaron pero no hicieron la obra; a querer escoger al menos malo; a no distinguir al títere tras cuyo ropaje se esconden sociópatas con ansias de venganza, a repetir y repetir eslóganes extraídos de nuestros miedos y necesidades. A creer en multiplicadores de pan y pescado. En fin…
La propaganda. Ah, la propaganda… (O)