En Tungushka, en Rusia, en junio de 1908, se registró un sismo de 5 grados en la escala de Richter, poco dado que el mundo tiembla constantemente a ese nivel, pero si lo excede es ya de temer. Hay evidencia escrita por testigos que cuentan que sus cabañas fueron derribadas; que el calor era tan intenso e insoportable que ni arrancándose la camisa se sentían confortables; que fueron tumbados no solo una si no varias veces; que primero se oyó un ruido semejante al golpeteo de piedras, después parecía como que el cielo se habría y brotaba fuego y luego como el detonar de cañones. Quienes vieron creyeron se trataba del fin del mundo. Después de la explosión la “detonación de cañones” continuó durante horas y que fue apagándose levemente.
La ciencia, en su afán de darle alguna explicación lógica al asunto, ha investigado a profundidad y llagado a concluir que lejos de ser anormal es una situación perfectamente natural, ocurre periódicamente y puede darse en cualquier lado del mundo, aunque aún no se ponen de acuerdo en la periodicidad: unos calculan que ocurre una vez cada 300 años y otros cada 1000 años. Modelos a escala se hicieron con los mismos patrones de aquel día para simular las condiciones, de lo que se deduce que un meteoro pasó tan cerca de la Tierra que su cola rozó la atmósfera y continuó su camino, por ello no hubo cráteres ni huellas de impacto. Esto había dejado atónitos a la ciencia durante muchas décadas, ya que no es concebible que una devastación semejante con naturaleza de proporciones titánicas como la de aquel día no haya dejado vestigio del choque como el meteoro que cayó hace más de 65 000 000 de años en Centroamérica cuya huella hasta hoy es levemente visible desde el aire y que causó la extinción de más del 78 % de toda la vida del planeta y significó el fin de la era reinante de los colosales dinosaurios. O el que abrió una circunferencia tan grande de más de 1 km, 50 mil años atrás en Estados Unidos, perfectamente claro al día de hoy.