Recuerdo en la universidad, un cuento escabroso que decía que si echas a una rana en una olla de agua hirviendo, la rana saltará tratando de salir del insoportable infierno. Pero si la lanzas a la olla con agua fría, y la vas calentando gradualmente, la rana nunca saltará y morirá acostumbrada al calor. Más allá de su comprobación fáctica, que nunca lo haría, la metáfora es clara. Somos la rana muriendo en una sociedad violenta, inequitativa y excluyente, que fomenta y persigue aquello que la sigue degradando.
Es difícil seguir con la vida normal, porque la vida que tenemos en el país está lejos de la normalidad. La violencia irrumpe en la cotidianidad de manera permanente y la seguridad y la libertad se esfuman. La violencia anula no solo la democracia sino la condición de toda política que es la civilidad. Un mundo incivilizado, no respeta los acuerdos elementales de convivencia, no respeta el bien más preciado que es la vida. Y con la violencia no mueren solo los que son asesinados, sino los que matan, los que miran la muerte y los que la recuerdan. También mueren los indolentes y los impávidos, con la violencia morimos todos, muere la sociedad.
Sin sociedad la razón se torna irracional, la ética corrupta, los valores antivalores. Con la violencia, la dignidad se transforma en miedo, y la esperanza se convierte en terror. El ser humano se transforma en un monstruo que goza la violencia en su demencia solipsista. La verdad es la mentira, tal como lo expresó esa sentencia orwelliana, pero esta vez, sin un responsable supremo. Todos somos responsables de permitir y auspiciar un mundo violento, insolidario y sin futuro. Todos.
Todos somos cómplices de un sistema de valores cuyo motor es la satisfacción inmediata del deseo ilimitado. Todos somos responsables de avalar y hegemonizar un sistema cuantitativo para representarnos el mundo, un sistema donde la única confianza y la última fe están sentadas y orientadas a la acumulación de poder.
¿Qué hacer? ¿Hay algo que hacer? (O)