La historia da cuenta de que hay ciertas creencias ciegas que han causado más grandes miserias humanas, crímenes de lesa humanidad y el retraso sempiterno de los pueblos. Uno de ellos el dogma, concebido como tesis o principio filosófico, político, religioso, deportivo, jurídico y hasta científico -difícil de creer- que, antes de cualquier experiencia y más como acto de fe que de razonamiento, se acepta como verdad absoluta, inmutable, perfecta y eterna, sin someterlo a ninguna forma de análisis, crítica o comprobación científica. El dogma es el alma del fanático que no conoce error, así existan pruebas contundentes en antítesis. Esto ha llevado al hombre a crear distorsiones profundas en su forma de ser, de pensar y de actuar con extremismos y sectarismos.
¿Cuándo nació el dogmatismo y por qué? Quizás desde que en el hombre surgió la codicia y el apetito desenfrenado de poder, quienes condujeron a los ingenuos para que piensen lo que ellos hablan y actúen por sugestión. Al parecer el dogma procede de pensar, suponer e imaginar para luego significar leyes u ordenanzas decretadas o impuestas a otros, en el siglo primero; en todo caso, se ha llegado al concepto de pensar y actuar sin razonamiento ni atenuantes de ninguna clase. De esto siguen valiéndose los políticos seborreicos y verborrágicos para cretinizar a las masas, transformándolos en fanáticas peligrosos para la familia, la democracia, la cultura y la civilización. Si usted, bondadoso lector, tiene un conocido fanático de algún mesías político, no se confíe, póngase a buen recaudo.
Las consecuencias de los dogmas del fanatismo nos han hecho refrendar la idea de que la educación debe ir hacia el conocimiento de la historia sin sesgos ideológicos, con capacidad crítica del educando que sea capaz de flanquear el poder imperativo y prohibitivo de los paradigmas, de las doctrinas reinantes, de las verdades absolutas y eternas que determinan los estereotipos cognitivos. Que no se dejen convencer por creencias estúpidas de ídolos de barro, que no se cieguen a la evidencia en nombre de la evidencia, es decir, que no se dejen aprovechar de fatuos charlatanes.
En tiempos difícil para la Patria, los votantes conscientes deben alejarse de fanatismos, inclusive se descarte a Descartes con aquello “¡Pienso, luego existo!” y más bien se apueste por “¡Pienso, luego las cosas existen!”, es decir, que las evidencias que hemos vivido de inicuos políticos y gobernantes hagan reflexionar al pueblo. (O)