Ecuador pasa por momentos, de alguna manera aciagos, sin saber cuándo ni cómo asome la luz al final del túnel.
Nadie, en su sano juicio, habría intuido semejante situación, de haber tocado fondo, de importar poco o nada la suerte de la República.
La violencia política llega a los extremos. No se lucha por defender ideas, conceptos, o esa especie de ensayos con los cuales se piensa captar el poder, peor el imperio de la verdad, de la transparencia.
Las discrepancias de fondo y de forma, la crítica sana y fundamentada, el modo de concebir el Estado sea ubicándose en tendencias de izquierda, de derecha, de centro izquierda, de centro derecha, han sido extrapoladas hasta la irracionalidad.
La polarización, el sectarismo se han tomado el país; priman los odios políticos, exacerbados a través de las redes sociales, convertidas en cuadriláteros para la sinrazón, el ánimo vengador, la acusación falsa, el comentario ruin, la noticia falsa, la malsana advertencia.
Los últimos acontecimientos, cuya repercusión traspasa las fronteras, contribuyen y fermentan aquel estado de ánimo, ni se diga con la cadena de asesinatos, incluso de políticos, cuya onda expansiva es impredecible decir cuándo ni cómo acabará.
Si la lucha política, normal en tanto en cuanto se la practique con decencia, por medio de la palabra sana, del pensamiento claro, ha degenerado, lo repetimos, en odios viscerales, no se necesita ser psiquiatra para deducir cómo se sienten los ecuatorianos, peor si la delincuencia criminal le reta al mismo Estado desde las calles, desde las cárceles, o desde donde se camufle.
La tan decantada convocatoria a convivir aun en medio de la diversidad, sigue siendo utopía en el Ecuador.
Ojalá en algún momento los ecuatorianos, en especial los jóvenes porque son la mayoría, entendamos cuan lindo y productivo es nuestro país, y, por lo mismo, seamos capaces de rescatarlo del despeñadero.