Como si estuviéramos asistiendo a una dramática y paulatina caída de un castillo de naipes, vivimos las consecuencias de la profunda y gravísima crisis en la que han ido cayendo todas y cada una de las funciones del Estado. La débil institucionalidad del poder ejecutivo, legislativo, electoral, judicial y el de participación ciudadana envueltos en actos de corrupción, de tráfico de influencias, de abuso de poder coloca en un estado de máxima vulnerabilidad a la sociedad ecuatoriana, sobre todo a aquellos sectores históricamente olvidados. En medio de este calamitoso contexto enfrentamos un proceso electoral marcado por el crimen político, la falta de control de los gastos de campaña, la degeneración de partidos y organizaciones políticas convertidos en escaparates electorales, la imposibilidad de contar con un Código de la Democracia que permita el voto nulo como una verdadera posibilidad de decisión del electorado como mecanismo de rechazo a las propuestas partidistas que no respondan a ética pública, así como a la exigencia de la colectividad de repensar el país como una Nación equitativa, inclusiva, que se encamine hacia una auténtica transición ecológica como exigen los resultados de las últimas consultas populares. (O)
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