La coordinación de miembros de las bandas criminales es – doloroso es decirlo – perfecta entre quienes guardan prisión y sus operadores fuera de ella.
En los mal llamados centros de rehabilitación social, quienes han arrinconado al Estad tienen de todo: desde droga, armas de grueso calibre, animales, aves, hasta teléfonos celulares.
En tales condiciones, la comunicación entre ellos es fácil, si bien la ley prohíbe tener los aparatos para hacerlo.
La explosión de coches bomba y otros artefactos en varias ciudades, y todo cuanto acontece en las cárceles desde hacía varios años, confirma lo dicho tantas veces: el control lo tienen las bandas delictivas, no el Estado.
Cuenca no estuvo libre de explosiones. Ocurrieron dos durante la tarde de este jueves, mientras decenas de guías penitenciarios de la cárcel de Turi y varios policías estaban retenidos por un grupo de presidiarios, dícese los más peligrosos y miembros de una banda, apoderada del mencionado reclusorio.
Se investigan las razones para el amotinamiento; pero todo comenzó cuando la Policía y el Ejército hacían operativos de control y traslados de sentenciados en la cárcel de Cotopaxi.
Los “perjudicados” por esa resolución de autoridad competente no tardaron en cerciorarse. Es más, según se presume, se comunicaron con sus “socios”, y se armó la trifulca.
El país sabe sobre la lucha encarnizada entre bandas delictivas por controlar las cárceles, donde están recluidos sus cabecillas, cuyo traslado, incluso la sola mención, aviva el revoloteo.
Es lamentable, preocupante hasta no más, lo ocurrido en Cuenca. Las dos explosiones no deben haber sido activadas así por así, sino una acción más de la toma de la cárcel de Turi.
Pese a los esfuerzos, el Estado no mismo puede retomar el control carcelario, clave en el engranaje montado por el crimen organizado, cuyos tentáculos penetran en todo lado.
¿Hasta cuándo? Esta es la pregunta, por ahora sin respuesta.