La ciudadanía tiene razones suficientes para desconfiar de la administración de justicia.
Ahora mucho más cuando la delincuencia criminal hace de las suyas.
En el cantón Oña, provincia del Azuay, la semana anterior fueron capturados por la Policía cuatro sujetos, presuntos autores del asalto a una cooperativa de Ahorro y Crédito.
Según el reporte periodístico, amenazaron al guardia de seguridad con armas de fuego, sustrayéndole su revólver; obligaron a las empleadas de la cooperativa a entregarles el dinero existente en dos cajas. Luego huyeron en un automóvil y en motocicleta.
Al ser detenidos, la Policía los encontró portando armas, cartuchos, teléfonos celulares, los vehículos y una mochila con los USD 34.341 sustraídos.
Son las evidencias del delito aquí y en cualquier país del mundo, donde la justicia ha de actuar para castigar a quienes, como en el referido caso, asaltan a mano armada.
La Fiscalía puso en manos del juez las versiones de las víctimas, el informe del reconocimiento del lugar de los hechos y de evidencias, el parte policial, pericia balística, entre otros sustentos.
Pero la autoridad, tras la audiencia de formulación de cargos los dejó libres, si bien condicionándolos a la presentación periódica y prohibirles salir del país. Es decir, les otorgó las tan pregonadas medidas cautelares.
Casos como los narrados abundan en el país ante la estupefacción ciudadana. Su seguridad está en jaque, precisamente por aquellos mal concebidos derechos constitucionales, a los cuales acuden toda clase de maleantes, o les son concedidos por los encargados de administrar justicia, parapetándose en supuestos partes policiales mal realizados o falta de pruebas.
Hay un clamor nacional por falta de seguridad; pero si la Justicia no pone lo suyo, si hay jueces timoratos, poco versados, ceden a presiones o se venden, el delito siempre tendrá puerta abierta para imponerse. Así, mal vamos.