Hace muchos años escribí sobre este célebre cuento corto del filósofo francés Voltaire, enfocando mi análisis en la ceguera de las personas que por su prepotencia se consideran a sí mismas como especiales, mejores y distintas de los otros. Cualquier presunción de superioridad conlleva un error inmenso de perspectiva que condena a quien la siente a adjetivaciones peyorativas que van desde la crasa estulticia hasta la supina ignorancia. Esta tesis la desarrolla Voltaire cuando ironiza sobre los grandes egos y pequeños espíritus de quienes en su historia se autocalifican como los mejores del universo.
Hoy, frente a la importancia que la humanidad otorga a realidades concretas que son productos de su enfoque individualista en su relación con el ambiente y con el universo, este agudo referente literario que propuso la pluma de Voltaire acude nuevamente, en esta ocasión para aplicarlo al análisis de la unidimensional forma de vida que domina el planeta, colapsándolo; y, define a la civilización, llevándola a su extinción.
Los principios y valores contenidos en el pensamiento espiritual de todas las sociedades, así como en las magníficas declaraciones del derecho internacional público no son asumidos para que su puesta en vigencia sea el objetivo vital de todos y especialmente de los grupos humanos científicamente desarrollados que, sin desconocerlos los utilizan a modo de referentes casi folclóricos, por su dependencia absoluta de la ciencia y de la tecnología que los domina.
La humanidad en su arrogancia devastadora ha menospreciado a los otros. Al interior de la especie humana, algunos sostienen y defienden su superioridad como individuos, pueblos o sociedades. Y, como especie, los humanos, han demostrado su mortal soberbia en su relación con la vida y con el medio ambiente explotado y arrasado por su indolente y desafiante ceguera. (O)