Hace poco declararon culpables (recién) a los que mataron a un cantautor popular, Víctor Jara. Torturado primero y luego asesinado con 47 balazos. Cuando la familia retiró su cuerpo no sabían cómo los atormentadores le habían hecho un orificio de varios cm. de diámetro en un lado de la cadera. Apenas llegó al Estadio Nacional de Santiago le quebraron las manos y le encaraban en son de mofo si podría volver a escribir sus canciones de denuncia-protesta con ellas. No duró mucho, como es dable suponer. Y así varios miles, sin diferenciar el sexo.
La soldadesca particularmente se alegraba con morbo cuando llegaba una prisionera. Secuestraron, torturaron, violaron, mataron y desaparecieron sus cuerpos con apetencia a inicios del golpe. Pronto los ríos y los desiertos de Chile empezaron a sacar cadáveres. La conciencia de algunos soldados partícipes fue quebrándose y al no soportar más, en un país extremadamente católico, lo revelaban a los sacerdotes bajo secreto de confesión.
El mundo se enteró que las nuevas autoridades ejecutaban una criminalidad imparable en Chile, nada más ni nada menos al patrocinio y arrimo del Departamento de Estado de los EE.UU. de Norteamérica que se regocijaba sin importarle los centenares de inocentes desangrados y no solamente izquierdistas o simpatizantes de la Unidad Popular, el grupo político del derrocado presidente Salvador Allende.
Pero el rencor no tenía límite ni fronteras tampoco. A la misma capital estadounidense llegó la tosca mano pinochetista con un atentado impensable, asombroso e inconcebible. Con una bomba mataron al ex canciller chileno Orlando Letelier y su secretaria estadounidense y en Buenos Aires, la capital argentina, la famosa Dirección de Inteligencia chilena (DINA) con otra bomba, al general constitucionalista Carlos Prats, que había ido allá en busca de amparo.
Si antes del golpe de estado Chile se había polarizado en dos sectores no conciliables, después de él la división se dio en la población a fin a los militares y los reacios a ellos.