Siempre me ha fascinado la conciencia grupal del viaje de las Monarcas, las mariposas que con su persistencia migran anualmente desde el sur de las montañas rocosas en Canadá y parte de Estados Unidos hacia el Centro de México, navegación que ocurre a mediados de agosto y concluye a principios de noviembre.
Una travesía de 1000 millas, con el objetivo de invernar en clima templado y preparar las condiciones hasta que sus larvas estén listas para la metamorfosis. El fin es la sobrevivencia de las futuras generaciones y el retorno en la primavera de nuevos insectos superiores mensajeros de polen que aportarán con la vida a hectáreas de bosques.
No es coincidencia que la visita de las Monarcas a Michoacán en Sudamérica convenga con la celebración del Día de los Muertos ni que las flores amarillas del cempasúchil/caléndula las acojan mientras simbólicamente dan esperanza a las almas que han partido. O, que en esta misma fecha las tradiciones paganas, aseguren que el portal entre los universos de vivos y muertos está auspiciosamente abierto para poder viajar entre mundos con mensajes sanadores.
El viaje de las mariposas nos recuerda que las fronteras no nos separan ni siquiera del reino de los muertos.
La sincronicidad de estos eventos solo me hace pensar que honrar la muerte y celebrar la vida de esa manera es un acto de transformación. Como humanidad, es una oportunidad para observar una dinámica que nos enseña a aceptar que la muerte es solo un fin trascendental hacia algo más grande.
La madre naturaleza une y gobierna la vida y la muerte de todo ser vivo y lo hace bajo el manto del amor incondicional de lo sagrado y divino. (O)