Bendito roble que, de pie, lúcido y amoroso con su inmensa prole, acaba de cumplir cien años de vida.
Es Aida Susana Mogrovejo Narváez. Su linaje longevo le viene del vientre de su madre Aurora, fallecida a los 104 años, y de su padre Manuel a los 100, un gen que le permitió a Margarita, prima de Aurora, apagarse a los 106.
Le viene también de esa tierra bendecida por el clima abrigado, la alimentación a “lo natural”, donde paz y tranquilidad, al menos en tiempos pretéritos, permitían vivir sin ser esclavos del tiempo; sin pensar más que en cumplir las tareas diarias; en no preocuparse más que de tener lo justo y necesario; en dar sin nada a cambio; en amar y abrazar en el momento oportuno; en sentir que la existencia es sólo una vez, que puede reducirse a un día, un mes, a uno o pocos años, o a tantos, tantos, como en al caso de doña Susana.
Dueña y señora de la esquina donde está su casa, de pie o sentada en el muro, recibiendo el saludo de todos o entablando una corta charla, su corazón sigue latiendo un siglo después de haber nacido; sus pies aún le permiten caminar; sus ojos a leer sin necesidad de lentes, oír sin pedir que lo repitan; su mente a recordar y recordar su niñez y juventud; a su esposo Segundo Carpio del que enviudó hace 44 años; su memoria a continuar registrando la trasformación de su tierra natal: Santa Isabel, la loma desde donde se mira el valle de Yunguilla.
Susana Mogrovejo dio su seno, amor y ternura a sus nueve hijos: Juan, Corsino, Felipe, Pablo, Dalinda, Olga, Ana, Mayra e Irma. Le han dado 29 nietos, 37 bisnietos y una tataranieta, la mayoría, como sus progenitores, dispersos por el Ecuador y el exterior. Ellos son la prolongación de su vida, de la de su esposo Segundo, recordado en el pueblo porque fue parte del viejo telégrafo, que funcionaba con cables y el código Morse.
Entre las mujeres, debe ser una de las más longevas de Santa Isabel y de todo el valle, la tierra que ha sido y es cuna de personas que sobrepasan los 90, 95, 100 y hasta 105 años de edad.
Su hermana mayor, Mercedes, murió a los 103 años, completamente lúcida y “valiéndose por sí misma”; al igual que otros parientes, por lo general ligados al apellido Narváez.
Días atrás saludamos con doña Susana. “Señora Susanita” le dicen los más. La conversación la lleva siempre en torno a Dios, en especial cuando se le pregunta ¿cómo está? Se la ve bien. Lo hace juntando sus manos, quedándose a ratos en silencio, ese silencio que también es vitalidad, ni se diga en su casa, a la cual, la lleven donde la lleven, deben traerla para que duerma. (O)