Fueron catorce abogadas homenajeadas por el Colegio de profesionales que las representa en un acto que congregó a unas doscientas mujeres valiosas y valientes. Sus presencias son un manifiesto vivo del ejercicio de una profesión como la del derecho en condiciones en las que no siempre son favorables para ellas, sólo por el hecho de ser mujeres.
Conocí la historia de las primeras mujeres juezas, primeras fiscales, de abogadas litigantes, y de quienes recorrieron el camino de la función pública. De las primeras abogadas que venían a estudiar a Cuenca desde otros cantones a pesar de recibir el estigma de salir de casa supuestamente por “motivos no académicos”. Contaban que, a su regreso, con el título bajo el brazo y con los sueños por iniciar su carrera, esta debía ser defendida a fuerza de pulso, ante los múltiples cuestionamientos. Pero ahí estaban, valiosas y valientes.
Quien no estuvo fue Abigaíl. Ella no llegó a cumplir veinte años, tampoco era de Cuenca, pero compartía la misma ilusión de superación que contaban esas mujeres que me rodeaban. A pesar de las diversas generaciones ahí representadas, todas nos identificábamos con el dolor de la ausencia de la amiga, de la compañera, de quien sufrió los peligros que, a pesar del paso de los años, no han cambiado. Nos siguen matando, siguen dudando de nuestra integridad, nos siguen ocultando, nos siguen criminalizando.
Ahí estaban sus compañeras, con lágrimas de indignación que eran compartidas por las mujeres del salón. Hicimos un respetuoso minuto de silencio ante la memoria de la amiga ausente, e intentamos encontrar una explicación. ¿Hacia dónde vamos? Pregunté. No importa a donde, dijo Constanza, una de las más jóvenes, mientras vayamos juntas. (O)