Fue el líder absoluto de la Revolución Liberal y quien la República le encargó sus destinos para sacarlo del feudalismo oligárquico y el fanatismo católico. Fue el azote del conservadurismo y el encargado de separar al Estado de un Clero que lo poseía para instaurar en su lugar los más caros principios liberales y valores democráticos. Eloy Alfaro, el Viejo Luchador, fue también el objeto del más atroz de cuantos crímenes pesan sobre la conciencia nacional.
Si la historia lo conoció como el General de las Mil Derrotas, no fue por los reveses del campo de batalla, donde era imbatible, sino porque las batallas ganadas bajo el sol las perdía después dejándose traicionar en los oscuros corredores del poder. Y fue su propio pueblo, por el que tanto luchó, el que, encandilado por la cruz conservadora, le dio la espalda y lo puso en manos del sanguinario Leónidas Plaza, oscuro militar que Alfaro mismo rescató de la nada y fue quien lo envió a la capital y al sacrificio en el ferrocarril que él mismo construyó.
Sin embargo, que no recuerde la historia a los traidores. Que los olvide en el limbo de los que no merecen ni siquiera el amargo homenaje del odio. Que recuerde en cambio el coraje sereno con el que Alfaro y los suyos encontraron su destino aquella triste mañana del 28 de enero de 1912 cuando los conspiradores abrieron las puertas del Penal García Moreno y un soldado tendió un rifle entre los barrotes para apagar la vida del anciano. Que olvide la historia el espectáculo horrendo de la borrachera de odio y los cuerpos arrastrados por las calles en nombre de Dios. Que recuerde siempre esa “Hoguera Bárbara” que aún arde en las conciencias de quienes, un siglo después, aún lo diéramos todo por estar allí, con él, y compartir su suerte.
Creía el fanatismo, burdo e ignorando, que arderían en esa hoguera las ideas liberales, no sabían que estaban encendiendo una antorcha que desterraría para siempre el oscuro reino que habían edificado. Una hoguera que no se extinguirá jamás, mientras las ideas sigan encadenadas… (O)