El lenguaje de la naturaleza

Hernán Abad Rodas

A veces me pregunto: cuando los pájaros cantan, ¿acaso llaman a las flores en el campo, hablan a los árboles o hacen eco al murmullo de los arroyos? ¿Por qué con su inteligencia, el ser humano no puede saber lo que dice el pájaro, ni lo que murmura el arroyo, ni lo que cuchichean las olas cuando rosan lenta y dulcemente la arena de la orilla?

En el reciente feriado de carnaval, me encontraba caminando por las praderas y los silenciosos campos de la Comunidad San José de Lalcote que pertenece a la parroquia Zhidmad; y al llegar a la cima de una de sus montañas, lugar del nacimiento del trueno y morada de la tempestad violenta, comenzando el atardecer, me senté bajo la sombra de un eucalipto, e inicié una animada conversación con la naturaleza.

Me tendí en la verde grama, y me puse a reflexionar sobre estas preguntas: ¿Es la belleza la verdad? ¿Es la verdad la belleza?, con mis pensamientos me sentí transportado lejos de los seres humanos. El alma se me abrió, y me acerqué más a la naturaleza y calé más hondo en sus secretos, mientras mis oídos se despejaban para entender el lenguaje de sus maravillas.

Reclinado estaba en la profundidad del pensamiento, cuando sentí pasar la dulce melodía del viento entre las ramas de los árboles y escuché un profundo suspiro: ¿Por qué suspiras suave viento?, pregunté, y el viento me contestó: porque llego de la ciudad abrazada por el sol, los gérmenes y las contaminaciones se han pegado a mis puras vestiduras,  y luego escuché lamentarse al arroyo que nacía de una cascada, como madre que gime por su hijo muerto y le pregunté: ¿Por qué lloras, mi limpio arroyuelo? y él me contestó: porque no tengo otra opción que llegar a la ciudad, donde el ser humano me desprecia, me abandona para ingerir bebidas más fuertes y me convierte en devorador de sus suciedades, mancilla mi pureza y cambia mi divinidad en inmundicia.

Por último, llegó a mis oídos el doliente canto de los pájaros, a quienes pregunté: ¿por qué lloran bellos pajarillos?  Y uno de ellos se me acercó volando, se posó en el extremo de una rama y canturreó: los hombres no tardarán en llegar a este lugar secreto con sus armas mortíferas y nos declararán la guerra como si fuéramos sus enemigos.

El sol emergió tras los picachos de las montañas, y doró de guirnaldas las puntas de los árboles. Contemplé extasiado esta hermosura y me pregunté: ¿Por qué ha de destruir el hombre lo que ha construido la naturaleza?, entonces, el viento se escondió tras el velo del silencio, como si se hubiera muerto agobiado por los rayos del sol y los dardos de la canícula.

Observando la lluvia que cae sobre la yerba, o el reflejo de las nubes en el agua, se puede ver y escuchar el hermoso lenguaje de la naturaleza. (O)