Me parece que es una de las metáforas más bellas de la filosofía. Y es también una de las más antiguas, perdida en la noche de los tiempos, fundida con la leyenda de la vieja Jerusalén y el gran rey Salomón, aquel que mandó construir aquel fabuloso templo, en cuyas entrañas reposaría hasta el fin de los tiempos la mítica Arca de la Alianza, entre el indómito Jehová del Antiguo Testamento y el eterno pueblo judío. Un edificio de naturaleza tan singular que serviría al propósito de ser la morada del mismo dios.
Y no, no estamos haciendo aquí una apología religiosa ni procurando ensalzar religión o doctrina alguna. Al contrario, lejos de estos espinosos asuntos, lo que pretendemos es rescatar una de las más importantes enseñanzas de los viejos sabios, desde la certeza fundamental de que el templo de Salomón no es, nunca fue, un edificio asible con las manos, sino con la mente. Quiero decir, que no es con piedra o argamasa como se levanta este templo innumerable, sino con el entendimiento.
Se trata pues de un arquetipo, de una idea, de la intuición del templo primordial. Se trata de la tarea de encender una antorcha que ilumine ese oscuro abismo, donde se levanta ese edificio oculto al atronador deambular cotidiano, a esta enloquecida carrera desde un pasado muerto hacia un futuro improbable. Un edificio cuyas puertas se abren cuando los ojos están preparados para mirar, en los brevísimos instantes de silencio, donde puede manifestarse la conciencia de la realidad sin intermediarios.
Así, el conocer este templo, guardado a las inteligencias más sensibles de quienes cultivan el hábito del viajero interior, permitirá despertar (por el estudio, la intuición y la interpretación de los símbolos sagrados), al arquitecto que levantará no tanto un edificio de madera y concreto, cuanto un edificio de conciencia y sabiduría. Una morada que se levanta ladrillo a ladrillo. Uno a la vez, sin detenerse jamás. Perfeccionado, mejorando, aprendiendo, un día a la vez, la forma de este hombre imperfecto, que, aun siendo tan profundamente mundano, tan enormemente terrestre, se permite, de tanto en tanto, la insolencia de mirar a las estrellas… (O)