La verdad, no sé si será amor, manía o locura. Y ciertamente es difícil explicar, para quien no lo vive, este cariño desmedido, esta emoción primaria que hace que la sofisticada ejecutiva, el laborioso obrero y el adusto gerente, pierdan la cabeza, griten, se abracen y se emocionen hasta las lágrimas por los caprichosos destinos de una pelota y el emblema de una camiseta que son, hace rato, embajadores de lo cuencano, de nuestra identidad.
Y sí. Yo también me lo he preguntado, mientras camino envuelto en los colores de mi amado Cuenquita hacia la tribuna sur, ese graderío que conocí con mi viejo hace casi cuarenta años y del que, desde entonces, no he podido (ni he querido) separarme. Claro que me lo pregunto. ¿Qué resortes se activan en el corazón? ¿Cómo se puede querer tanto a un equipo de fútbol?
Será porque se trata de un cariño que enseña lecciones: El fútbol, la cosa más importante entre las cosas menos importantes como decía Galeano, enseña cosas para la vida: la lealtad y la determinación de seguir allí, queriendo y alentando pese a los malos ratos, que son muchos, y las clarinadas de triunfo, que son pocas, pero pagan con creces los días grises de derrotas y sinsabores. Y desde luego, no hablo aquí de los grandes clubs europeos que pierden dos partidos en todo el año. Esa es una lealtad demasiado fácil que me parce más cosa del marketing que de la identidad. No. Yo hablo de nuestros equipos. Esos que un año pelean la punta y al siguiente pelean el descenso. Esos donde el cariño esta hecho de sacrificios y nostalgias que vienen desde la infancia y van tejiendo la historia del club con nuestra propia historia. Ese amor que no pide razones. Incólume. Inclaudicable. Ese que se parece tanto a la vida.
¡Vamos leones! ¡Dale Cuenca! Inicia una nueva temporada. ¿Qué se viene un año complicado? ¿Qué hay que salvar la categoría? ¿Qué la cosa no pinta fácil? ¡Bah! Nunca lo ha hecho. Y nunca, tampoco, nos ha impedido seguirte queriendo. Aquí estamos nuevamente. Aquí seguimos. Los de siempre. Como siempre… (O)