El Día Mundial del Agua vuelve a celebrarse con los mismos llamados de atención, de alerta también, ni se diga de preocupación.
La celebración, como lo estableció en 1993 la ONU, tiende a llevar adelante jornadas internacionales “como un medio para centrar la atención en la importancia del agua dulce y abogar por la gestión sostenible los recursos de agua dulce”.
Aquel es uno más de los tantos motivos para valorar su importancia para la permanencia del planeta tierra en la infinidad del Universo, y dentro de él la de ser humano, en fin, de todo ser viviente.
Ese debe ser el objetivo cumbre. Siempre lo ha sido. Pero la realidad, lamentablemente, lo opaca; y hasta va siendo una quimera si se consideran las múltiples acciones del hombre para atentar contra las fuentes, malgastarla, contaminarla y hasta para lucrar con ella.
El calentamiento global, cada vez más patético con la ausencia de lluvias o, al contrario, con torrenciales aguaceros; también por las altísimas temperaturas, es una espada de Damocles sobre el planeta.
La agresiva destrucción de glaciares y nevados, de fuentes subterráneas por la sed de oro, cobre y de otros metales, la explotación indiscriminada de áridos, y la consiguiente contaminación de vertientes, riachuelos y ríos, son otras razones como para celebrar el Día Mundial del Agua no con buenos augurios, aunque sí con el compromiso de cambiar la situación, impulsando campañas de concienciación, obligando a quienes tienen poder de decisión a ser pro vida.
El agua debe ser el recurso natural más desperdiciado en ciertas regiones del mundo, abusando, a lo mejor, de su existencia e ignorando sus consecuencias.
En nuestro medio, si escasea no hay producción de energía eléctrica; se raciona el servicio de agua potable. Si se afectan páramos y humedales o se provocan incendios, las consecuencias son destrozas.
Sin agua no hay vida. Sin vida la tierra será un erial. Así debemos entender la importancia de protegerla.