“Yo sólo sé que nada sé” fue la conclusión de un filósofo que a lo largo de su vida trató de encontrar la razón de ser del mundo, habida cuenta su propia existencia, para luego de tanto observar y cuestionar y cuestionarse a sí mismo llegar a tal conclusión.
Hoy, nos encontramos con otros sabios, o al menos, con quienes así se auto valoran en su perfecta anomia cerebral ya que el sentido común está ausente, pero les escuchamos o vemos en el laberinto de sus disquisiciones y lo primero que descubrimos es su absoluta carencia de modestia al encontrarles en el clímax de su soberbia, afirmando que se encuentran en la cúspide del saber, negando toda posibilidad a las ideas contrarias a su peculiar dominio de la ciencia y del conocimiento en su compleja y amplia posibilidad de respuestas a tantas cuestiones del ser infinito y del universo.
Una necesaria inquietud nos debe animar a seguir indagando y luego detenernos a meditar en la necesidad de comenzar por conocernos a nosotros mismo, a nuestra realidad existencial, pero en especial aproximarnos, aunque sea de lejos al significado de la vida.
Cuando logremos interiorizarnos en nuestra experiencia vital habremos dado el primer paso para comenzar a valorar el significado de los actos, sentimientos y principios que nos deben guiar y en especial la visión que logremos captar de nuestro “yo” y del sentido social con que debemos honrar nuestras obligaciones, en un mundo que exige cada vez más solidaridad y justicia.
Por eso en estos días de reflexión, creamos o no en el mensaje de la trascendencia de la Vida que nos anima, comencemos por ser un poco más humanos para aprender a vivir con la conciencia de nuestras limitaciones y entonces comenzar por aprender la lección permanente de la búsqueda de la Verdad. (O)