El asesinato de Briggite García, alcaldesa de San Vicente, provincia de Manabí, vuelve a poner en la palestra pública la seguridad para estas autoridades.
Corresponde al Estado garantizarles la protección necesaria, en especial a los alcaldes de ciudades grandes consideradas las más violentas. Pero también de las medianas o aun más pequeñas, azotadas por los grupos de delincuencia organizada.
El asesinato de políticos va siendo una constante en el Ecuador. Hasta el momento, entre autoridades electas y candidatos, serían trece las vidas silenciadas para siempre, aunque pueden ser más. Entre ellas, dos alcaldes, cuatro concejales y dos presidentes de juntas parroquiales. No hay estadísticas confiables.
Esos números hablan por sí sólo. Y, justo cuando había cierto ambiente de paz después de la declaratoria del estado de excepción y de conflicto armado interno, ocurre el asesinato de Briggite García.
Según la Asociación de Municipalidades del Ecuador, 45 alcaldes han pedido protección al Estado. No lo habrán solicitado así por así. Al contrario, tras estudiarse sus respectivos perfiles de riesgo. Pero no tienen respuesta; y es lo peor, como si la vida fuera poca cosa.
Los alcaldes, de alguna forma, coadyuvan para la lucha contra el crimen organizado. Sus territorios han sido ocupados por las bandas delictivas, lideradas por el narcotráfico, el secuestro y las extorsiones, cuando no como sitios de acopio de la droga.
El presidente Daniel Noboa habló de la existencia de la narcopolítica al referirse al asesinato de García, una generalización poco acertada. Si hay uno o más casos de alcaldes “contaminados” con esta lacra, como lo pueden estar otras autoridades, a no todos se los debe “poner en el mismo saco”.
El Estado, sus instituciones, no pueden desentenderse de un asunto, de alguna forma de vida o muerte, en cuyo centro está la vida de los alcaldes.