… Y resulta que cuando regresas a tu tierra, tu tierra no es la misma, si por tierra también ha de entenderse las casas levantadas por los que te precedieron, digamos que padres, abuelos, tatarabuelos, trasbisabuelos; tampoco son iguales las calles trazadas sin más teodolito que el buen ojo, unas venciendo la gravedad, otras las hoyadas; tampoco es igual el parque en el que apenas queda un ciprés – sexagenario acaso -, único testigo de las correterías a media luz, de las fiestas populares, avivadas con bandas de músicos, quema de castillos, lanzamiento de globos y cohetes.
Cuando vuelves a la tierra, de la cual te fuiste no importa cuándo ni por qué, notas que ya no hay los amigos de tu infancia, que fueron los mismos de la adolescencia o de la juventud pasajera, sea porque también hicieron sus maletas, otros están bajo tierra, otros han cruzado las fronteras patrias, o los pocos que quedan como que han perdido el encanto de caminar por los portales, de llegar a los acostumbrados paraderos en las esquinas, a sentarse en las bancas colocadas un por sí llegasen los cansados de caminar: Cabildeas contigo mismo y te das cuenta que esos lugares “macondianos” tampoco existen.
Resulta que cuando retornas a tu tierra donde tienes “enterrado tu ombligo”, te enteras que de los contemporáneos de tus padres y abuelos ya quedan pocos y están a un paso de ser recuerdo infinito, ojalá no del olvido; te enteras que sus parientes prefieren sepultaros en la ciudad, porque en su tierra ya no quedan “ni conocidos, ni parientes, ni paisanos de cepa” que los cobijen bajo la tierra donde nacieron, se criaron, se reprodujeron, trabajaron y amaron; ni siquiera las viejas campanas de la iglesia que tristonas tañían cuando alguien cerraba sus ojos para siempre.
Cuando regresas a tu tierra te das cuenta que poco o nada queda de las casas que le daban un aire solariego y de ensueño; que el silencio inspirador y la tranquilidad, elixires de longevidad, le han sido arrebatadas por la “modernidad”; que otros “seres extraños” han inmigrado y la habitan, pero no tienes un río junto al cual llorar, y los que habían, han cambiado de curso y sus riveras han sido horadadas.
Un día regresas y tus pocos amigos, hermanos entre sí, te dicen que vendieron la casa – herencia de sus padres y de su comercio- como lo hacen los más; que pronto, como ocurre con la mayoría de viviendas antiguas, la echarán abajo, y con eso, un lugar de encuentro de los panas “para poner la lengua al loreo” habrá desaparecido.
Cuando regresas a tu tierra te das cuentas que ha cambiado de pellejo, savia y paisaje… (O)