Debido al “aumento de las hostilidades”, el Gobierno vuelve a declarar el estado de excepción en las provincias de El Oro, Guayas, Los Ríos, Manabí y Santa Elena.
Lo justifica, además, por “la necesidad de ejecutar operaciones tácticas de combate contra los grupos armados organizados”.
En las últimas semanas, las huestes de esos grupos resurgen desde sus escondites, cometiendo asesinatos, como los perpetrados en contra de los alcaldes de Ponce Enríquez y Portovelo, en la provincia de El Oro, amén de los “ajustes de cuentas” entre ellos, en defensa de sus territorios, por delaciones, y otros ilícitos del “bajo mundo”.
Aquellos grupos, liderados por los dedicados al narcotráfico y sus demás ramificaciones, son verdaderas estructuras criminales, con poder económico. Constituyen una especie de franquicia de narcobandas internacionales; y, según las últimas investigaciones lideradas por la Fiscalía, han penetrado en la administración de justicia, en la política, y hasta en la economía mediante el lavado de dinero.
Para el Gobierno, no resulta fácil acabar con ellas en el menor tiempo posible, acaso la mayor exigencia de una ciudadanía anhelante de seguridad total.
Igual ocurrió en los países vecinos, y ahora lo vive México. Trátase, pues, de enemigos ocultos, con armas, en algunos casos superiores a las de la Policía, provistos de tecnología y, paradójicamente, hasta con “labores de inteligencia”.
Eso tampoco implica darle todo el crédito al Gobierno, no cuestionarle por el manejo un tanto opaco de su plan de seguridad, llamado Fénix. Si bien algunas de sus metodologías no se puedan difundir, pero urge conocer su estructura, más allá de los diagnósticos y las potenciales recomendaciones.
Y, sí, en el país, la relativa calma a ratos se evapora, en especial en aquellas provincias cuyos territorios vuelven a estar bajo el estado de excepción, por ventaja sin el toque de queda, menos con la garantía de la inviolabilidad de domicilio.