La labor fiscalizadora

La labor fiscalizadora no siempre es bien vista por la autoridad fiscalizada. Esto pasa en la Asamblea Nacional, en el Ejecutivo y en los Gobiernos Autónomos Descentralizados (GAD), un genérico creado para denominar a los Municipios, Consejos Provinciales y Juntas Parroquiales Rurales.

Una de las dos facultades constitucionales de un concejal, igual de la un asambleísta, es fiscalizar.

En una democracia auténtica, aquella facultad es vital. Así lo deben asimilar las autoridades a ser fiscalizadas. Con mayor razón si antes la ejercieron siendo concejales o asambleístas.

Exigir una buena y correcta administración, el buen uso de los fondos públicos, decisiones oportunas, el cumplimiento de leyes y ordenanzas, el del programa de trabajo de acuerdo a lo planificado, no son razones de peso para torpedear la labor fiscalizadora, para denostarla, para esconder información, peor para menospreciar a quien o quienes lo hacen.

Creer en la autoeficacia, en el vanidoso señorío, o confiar en el círculo de confianza, de los amigos en otras palabras, implica poco talante político, irrespeto al marco legal, incluso a la voluntad popular, de la cual surgen sean los legisladores o los concejales, precisamente para equilibrar los poderes, así se ubiquen en la oposición.

Los concejales no están para ser adalides de los alcaldes, para “llevarles la corriente” como dice el adagio popular; peor prestarse para el silencio, a lo mejor a cambio de; tampoco para calentar el asiento o a esperar los órdenes del día para tal o cual sesión.

El asunto es peor si siendo concejales enarbolaron la tarea fiscalizadora, se fajaron por el imperio de la transparencia, y en virtud de este trabajo llegaron a ser alcaldes.

A juzgar por las expresiones de un concejal de Cuenca, algo no cuadra bien en el administrador de la ciudad, al responder peyorativamente o con denuestos a su labor fiscalizadora, en especial a los contratos para la distracción popular.